27 de agosto de 2007

AmásVe

Se llama Andrea. O quizá se llama así. No sé. Andrea era el nombre que le dice a la gente, pero no por eso tiene que ser el suyo. No importa. La dejaremos como Andrea.
Andrea tiene diecisiete años. Ha pololeado dos veces y besado a cinco personas, entre la cuales hay una mujer.
Esa mujer se llama Violeta, y ella sí que se llama así. Le gustó Andrea cuando estaban en segundo medio, y finalmente se atrevió a besarla en la soledad de un camarín de niñas a principios del año siguiente. Andrea en esa época se encontraba pololeando por segunda vez, con el que luego describiría como "un pelotudo que se juraba alternativo" y con quien casi perdió su virginidad. No le molestó mayormente el beso de Violeta, ya que consideraba que, al ser mujer, no contaba como engaño en su actual relación. Pero de todos modos, no quiso contarle absolutamente nada de eso al pelotudo.
Violeta es lesbiana. Andrea no fue la última mujer en la que se fijó, y ciertamente no fue la primera.
Al principio estuvo Carla. La bella, sensual, mayor e inteligente Carla. Carla encerró a Violeta en un baño cuando ésta tenía catorce años. Le arrancó de los labios su primer beso y de debajo de su falda se llevó en los dedos un húmedo recuerdo. Violeta, por su parte, se dejó hacer gustosa. Reverenciaba ciegamente a Carla, y cualquier cosa que ella hiciese estaría bien. Y no había nada hasta el momento, para Violeta, que se sintiera tan bien como estar encerrada en un baño con Carla con su mano entre las piernas.
Después de Carla vino la joven sin nombre, a quien nunca escuchó hablar. De ella no sabe mucho (por no decir nada), ya que apenas le vió la cara cuando la sacó a bailar en una discoteque de bellavista. La conoció sólo por esa noche, y se escabulló de ella alegando que necesitaba ir al baño. Es que no besaba bien.
Andrea fue su tercera, y de lejos, más fuerte relación hasta el momento. Violeta se encargó de ser la nueva Carla de la situación, la que profundizaba los besos y abría las blusas colegiales de su amiga. Y ella fue la antigua Violeta, la que cerraba los ojos y ahogaba los suspiros entrecortados.
Nunca se sentían mejor que estando juntas. Andrea siguió pololeando porque no le veía el inconveniente, aunque se empezó a dar cuenta de las fallas del pelotudo. Y Violeta no decía nada, miraba, callaba y esperaba el día en que Andrea se decidiese en terminar.
El problema es que Andrea se dió cuenta que por muy feliz que la hiecese Violeta, siempre le faltaría algo que no podría suplir. Disfrazó su heterosexualidad por confusión y que no sé que hacer, que yo no te quiero de la misma manera que tú a mí, ojalá me perdones algún día, te quiero tanto.
Violeta se fue alzando una ceja y sin decir una palabra, las manos ardiéndole por una cachetada.
Ambas tenían dieciséis.

4 de agosto de 2007

Weapon.

Nosotros, los aficionados a la escritura, no somos más que ladrones de inspiración.
¿Cuántas veces no hemos sido sorprendidos por una frase milagrosa y fructífera explotar en nuestra cabeza mientras leemos una obra ajena? ¿Y cuántas de esas frases son las que luego pasamos con letra indescrifrable y rápida al papel por temor a que se nos escapen, que luego ramificarán en muchas otras frases más haciendo brotar un árbol de palabras?
¿Nunca les ha sucedido el leer algunos versos, y robarse una idea, para escribirla luego de pasada por el vocabulario propio, y darse cuenta con satisfacción que el talento parece perdurar con el robo?
La verdad es que muchas veces me he visto tecleando y anotando poseídamente después de leer a amigos, genios o anónimos. Y quizás alguna de esas cosas de las que más orgullosa estoy de haber escrito fue fruto del más vil de los plagios, y más de una vez me he acordado de la fuente original de mi ingenio cuando repaso algunos de mis escritos antiguos.
Seré honesta y admitiré que ahora mismo no estoy escribiendo yo. Caí en la verborrea ajena y me apropié de unas cuantas letras para hacerlas mías y jugar con ellas a mi antojo.
Pero no me siento mal ni al confesarlo ni al hacerlo. Me acostumbré a admitir que, por mucho que me contrarie o desagrade, siempre me veré influenciada más por lo que me rodea que por mí misma. Siempre. Al fin y al cabo, yo misma y mis intimidades no son más que mis reacciones ante lo exterior que finalmente hago propios, una especie de cedazo de lo externo. No es extraño, entonces, que lo que piense no lo piense exactamente yo, sino que lo adapté. Me lo robé.
Como retribución por mi pecado, entonces, dejo al ojo ajeno el pleno uso de mi escritura, para que otra persona agregue más eslabones a la cadena de la inspiración y sigamos manteniendo viva a la literatura.