19 de mayo de 2008

Arrebato

El vagón comenzó a temblar. Las luces a nuestros costados se apagaban y prendían erráticas, denunciando el pulso moribundo del tren, vibrándonos en la piel el apocalipsis.
Sentada en el suelo en un extremo del vagón sentí como sus entrañas entre las ruedas comenzaban a arder, sacando un chirrido agudo de los rieles que sucumbían bajo el paso del armazón de metal y todos a quienes contenía. Comenzaron los gritos de los desconocidos, búsqueda frenética de miradas cómplices en el caos, invocaciones celestiales, nombres de amantes pasados.
Las luces se apagaron y las bocas se deformaron en su brillar anaranjado, una visión del infierno para todos aquellos que creían no merecerlo. Volvieron a prenderse titilando recuperando en nosotros una momentánea paz, hasta que vimos cómo el suelo comenzaba a resquebrajarse y derretirse por el calor, los gritos cada vez más agudos.
Volví desesperada la cabeza a la derecha. Sentada junto a mí se mantenía impasible una joven con audífonos, mirando hacia el frente como si lo que estuviera presenciando no fuera más que un montón de sucesiones icónicas de su banda sonora personal; los acordes finales de su película.
Y en tres segundos, mientras el agujero de acero hirviente se abría a lo largo del vagón, los extraños se abrazaban, se ponían en posición fetal, se cubrían los ojos y callaban, yo la tomé por la barbilla, la giré hacia mi cara, y la besé.