10 de diciembre de 2012

Airplanes

Antes no estaba bien, pero sobrevivía.
No digo que me esté muriendo. Pero si me detengo a pensar no puedo evitar sentir esa presión en el pecho, darme cuenta de cómo sale el aire, empujarlo fuerte para que salga de mí.
Que nadie me saca la luz blanca de unas cortinas semi transaparentes, la ultima mañana que supe iba a despertar contigo. Qué injusto que entonces empezara a dolerme el frío de tu respiración sobre mi hombro. Que nos hubiéramos dejado de ver un mes para que no nos pasara lo que me empezó a pasar en ese momento, y que nos demoráramos horas en encontrar una pieza a esa hora.
Y días después abrazarte y huir de tu cara, y dejarte parado en la entrada del metro mientras yo escapaba de mí, y me decía que yo ya sabía que esto me iba a pasar, que siempre que alguien se va, algo de tristeza va a haber. Y que después el tiempo haría que querer verte fuera un deseo menos fuerte, que cuando alguna amiga que sabía de tí me preguntara que cuándo te había visto yo le contestara que te habías devuelto sin rastro de pena.
Sobrevivía. Pero si logré engañar a mis amigas era porque quería mentirme a mí también. Porque me dije, te juro me dije que extrañándote estaba siendo estúpida. Que tú con tu madurez, tu experiencia de vida y tus amores pasados (tus amores de verdad), ya habías vivido esto. Que podías querer verme como quien se pregunta por ese amigo de la infancia, con nostalgia pero sin esa punzada de incertidumbre, esa impotencia. Y luego estaba yo, con lo diferente a tí que soy, lo niña que me sentía que estaba contigo, lo mucho que aprendí contigo cuando yo no te había enseñado nada. No tenías nada de mí que extrañar. No podías hacer más que recordarme con cariño. Así que a mí me quedaba olvidarte y estimarte por el resto de mi vida. Pero superarte.
Y antes no estaba bien, pero sobrevivía. Dejé de verte y bloquée tus actualizaciones en Facebook. No podía verte en fotos con los mismos pantalones rotos que más de alguna vez te saqué y tiré al otro costado de la pieza.
Antes estaba bien. Antes de saber que mi menosprecio por mi mísma no necesariamente se fue contigo en el avión. Antes de darme cuenta de que, tal como yo te tenía impreso en mis recuerdos que me obligaba a sepultar para dejar de ilusionar tu persona en la distancia, tú podías estar haciendo lo mismo

.
No me esty muriendo, pero te extraño. Y qué rabia, qué rabia, esto no tenía que pasarme. Pero te extraño y quiero invitarte a una cerveza. Quiero conversar sin el compromiso de intentar impresionarte, escucharte sin la presión de tratar de coquetear contigo. Esperar a que el día empiece a morir para que me digas que nos vayamos a tu casa y después, mucho después, darte la espalda y sentir tu brazo abarcando mi cintura, tu pierna sobre las mías.
No me estoy muriendo, pero quiero verte. Y tengo demasiado orgullo para decirte todo esto. No porque sienta que no eres digno de tal confesión, no, para nada. Es porque soy demasiado orgullosa como para decírtelo por una pantalla que te permita ver cómo inevitablemente me quiebro, porque soy una llorona y hablar desde mis profundidades siempre me hace llorar. Y te he dicho que me carga llorar.
No me estoy muriendo, pero quería decírtelo. No estoy enamorada de tí, pero te extraño. Puedo vivir sin tí, pero a una parte de mí le cuesta.
A esa misma parte que hace que algunas veces, cuando a punto de dormir, te acerques a mi memoria y sienta esa impotencia, esa rabia de no quedarme dormida con tu respiración sobre mi hombro. La que ya no está tan bien, la que no sobrevive tanto.
La misma parte de mí que me impulsó a escribir esto por la mínima posibilidad de que la leas.

30 de mayo de 2012


La incertidumbre, la intriga. Esa sensación en el estómago que cuesta admitir que se extraña.
El alcohol ayuda, siempre.
Y estar contra una pared, no escuchar ni los propios pensamientos por la música y las voces, y hacerme la que no entiendo, la excusa, sí, la excusa de mirar hacia arriba, a los ojos, sonreír y decir “¿ah?”, ayuda también.
“Que eres muy linda”
“Gracias”
Una piscola fría que niegue el invierno que empieza afuera, ignorar que no hay plata para el taxi, que esta noche no dependo de mi y que probablemente lo pase normal, más o menos. Nada del otro mundo.
“¿Viniste sola?”
Preguntar por la pareja de ese modo escomo preguntarle el apellido de quien se te olvidó el nombre, como decirle “¿y cómo te busco en Facebook?”
“No, con unas amigas no más”
“¿Querí bailar?”
Y la sensación en la guata cambia. No, no quiero bailar.
“Ya po, dale”
No, no quiero tener que gritarte mi nombre en la oreja, tener que responder qué hago, si vengo acá siempre. No me interesa de qué signo seas. Se me fue la sensación rica, del susto amortiguado, de saberme observada, pero de lejos. Ya no es el cosquilleo agradable, no, ahora es el asco. El pánico.
“¿Qué?”
“Un magíster”
“Buena”
Cállate, cállate, te importa un pepino y a mi también. Pero ayuda pretender. Hacer como que los cinco minutos de interacción puedan ser el principio de una historia que contaremos mil veces. Borrarse, anularse, crearse de nuevo ante los ojos de una persona.
El cinismo, el coqueteo, y más alcohol, ayudan.
Abrir la boca, cerrar lo ojos, levantar los brazos, ponerse a saltar. Ahora es posible alejarse unos centímetros.
“Me encanta esta canción”
Y tú me aburriste. La verdad es que nunca tuviste oportunidad. No eres tú, soy yo. Yo, yo estoy cagada. Yo, siempre. Te usé, sí, te usé: fuiste el momentáneo alimento de mi ego. Y ahora necesitas desaparecer.
Y empieza la táctica, lanzarse en picada cada vez que nuestras caras coinciden en enfrentarse. Pánico. Aléjate de mí, qué asco, no, no de nuevo, córtala. No quiero.
“Oye, sabes, quiero ir a buscar a mis amigas”
Sí, sabes. Chao conmigo.
“Dale, nos vemos”
La separación alivia. Perno. Guácala. Eso me digo: “qué tipo más latero”.
Pero no importa que no me acuerde después de tu cara, que solo evoque detalles ínfimos. La luz de la calle que te rebotaba en la oreja, el momento congelado en el que alzaste tu brazo para ofrecerme un trago de tu vaso. No importa como lo haya pasado durante, que apenas me tocaste la cintura bailando me quise  morir, quería escaparme, tirarte el trago encima, da lo mismo. Lo que importa fue el rato, los segundos, en los que de lejos no era nada, pero podía ser, pero aun no era. Que me miraras, bastaba. Te estoy agradecida.
Otro trago más ayuda.
Todo para sentirme un poquito menos sola. 

10 de abril de 2012

Me gustaría decir que fue la influencia de los años preguntándome de ti a la distancia, pero la verdad es que aún no he trabajado mis movimientos en profundidad, ya que sólo me he quedado en las consecuencias. No te conozco en lo más mínimo a pesar de saber de ti hace ya demasiado tiempo.
No sé si pensarte cínica o románticamente, si debiera imaginarte la curva del cuello o burlarme de cómo hablas; no sé, de hecho, si debiera pensarte en absoluto.
He dicho muchas veces en este último tiempo que no quiero sobrepensar nada. Que quiero regirme por los principios básicos y remolados que ensalzan la simpleza mental de tu sexo en lo que a sentimentalismos se refiere (qué egoísta, ¿cierto?), para no caer en el pecado autodestructivo de tratar de descifrar cada gesto o ausencia de éste. Siento que cada deseo que puede nacer -en este momento- en torno a tu ausencia sería una obligación premeditada más que un reflejo de lo que pienso o quiero hacer.
Una parte de mí no puede evitar el querer arrancarte de brazos ajenos sólo para sacudirte un rato, tentarte lo más posible, e idealmente dejarte colgando de algunas hebras de la respiración que cae de mi boca. Y que en un escenario perfecto yo descifre tu figura bajo la tela y te deje jadeando, inconcluso, para irme con media sonrisa y medio pito dentro de mi cartera.
Pero la otra parte de mí, la realista, la que conoció tu boca por breves instantes, sabe que de llegar el momento yo desecharía mi plan y cambiaría los roles de nuevo. Porque si fui yo la que te dio un beso, después fuiste tú el que no quiso dármelo de vuelta.
Entonces vienen los pensamientos como cascada, y chocan con las pocas cosas que he llegado a saber de ti y lo que intuyo debe estar pasando ahora en tu vida. Qué ilusa, qué tierna, pensar que alguna vez pude haber dejado una mella en tu cerebro que fuera más que momentánea, pero con el pasar de los años no he sido capaz de aprender que alguien como yo es incapaz de convivir con alguien como tú.
Pero, quién, dime, ¿quién? va a sacarme este picor de los dedos por sentir entre ellos la carne de tus caderas. O las ganas terribles que tengo de volver menos inocentes que antes a escuchar música en silencio mientras el humo amargo nos gritaba dentro de la cabeza. Quién, por favor, será el que retome tu tarea y me remezca del ombligo hacia abajo con una palabra mal dirigida por ti, mal entendida por mí; quién va a ser el que se asegure que la próxima vez nadie pegue un grito que nos interrumpa y yo pueda seguir lo que comencé.
Dime, quién, porque doy por seguro que no vas a ser tú.

25 de marzo de 2012

Me aburrí de besar a desconocidos, de seguir acostándome con el mismo hombre que no le importa que no lo ame. Estoy cansada de dejarme querer una noche por mujeres delgadas, sólo para que me acaricien en la cara y me digan que soy linda, para pedirles que vayan a buscar a un amigo que tenga marihuana.
Me cansé de seguir buscando a hombres apáticos, a los que no les intereso más que para conversar, a los que les conviene que sea atrevida, que los agarre de la polera para acercar sus caras a la mía. No quiero seguir mientiéndome con el discurso de independencia, cuando en verdad me quedo pegada mirando mi celular esperando por un mensaje que nunca llega.
Me aburrí de ser cínica, de creer que por la piel se llega a la ternura, que si no dejo rastros de mi memoria en el recuerdo ajeno a mí me va a doler menos. Llevo años mintiéndome y estoy cansada.
No quiero seguir despertando arrepentida, no quiero seguir duchándome apurada en casas ajenas, de tener que pedir toalla y desodorante a la rápida. Porque siempre llego a mi casa a ducharme de nuevo con tal de volver a mi propio olor.
Quiero amanecer un día y rehusarme a abandonar el calor ajeno. Quiero hundir mi nariz en la curva de un cuello y querer quedarme ahí horas.
Quiero dejar de buscar canciones, de buscar películas, cualquier cosa que me diga que somos más los despechados que los amantes. Quiero cambiarme de equipo, quiero ser cliché, quiero dejar de actuar en base a mis impulsos y quedarme sola, bien sola, un rato.
No me importa el origen bioquímico de todo esto, quiero abandonar ese argumento que he esgrimido por años para coartar mi soltería. Por primera vez en mi vida estoy dispuesta a dejar de engañarme, pero no puedo hacerlo sola.
Ya no.

24 de enero de 2012

Nadie supo.
Fue sólo el fin de semana siguiente que decidí confesarme a la única alma que escucharía ese secreto realizado en público. Y con qué público, con qué descaro me lancé, me hastié, volví y repetí.
"Mentira, ¿cuándo?", me preguntó incrédula después, cuando ya mi breve historia escapó de mis labios y encontraron resguardo en ella. "No sé" le dije. Y seguí: "en un momento estábamos en la cocina y... zas"
No pude evitar sonreír maliciosamente, "y lo mejor de todo es que nadie cachó. Cuando bailábamos y apagaban las luces, de nuevo. Y cuando las prendían había distancia prudente".
Me miró con los ojos bien abiertos, "mentira. La hiciste. Nadie cachó. Y él cachó menos."
"Si sé" le respondo. "Pero era algo tenía que hacer, se venía desde que nos conocimos en el preu. Y siempre pensé que era bonita".
Nos lanzamos una mirada cómplice, sin mencionar que en la misma fiesta que nos conocimos por él, yo no sólo había besado a otra persona, sino que a una mujer, una que él conocía. Y mientras alzábamos los tragos casi simultáneamente, ella escondía lo que me diría más tarde; que él estuvo mirándome toda la noche y que yo le hablaba poco, que ella sabía de esto y que él tenía los signos inconfundibles del capricho.
Cada una acercó su vaso a los labios y sorbetea ligeramente un trago más fuerte de lo normal, por haber llegado temprano a la fiesta.
Se detiene un poco, y evaluándome, me mira.
"¿Eres bisexual?"
"No, weona".
Risas.

Más y más

- ¿Te estás comiendo los cueros de nuevo?
- Córtala, mamá.
Liberó su mano de las suyas, donde un pulgar enrollado en un parche curita le había llamado la atención a los dedos de su madre.
- ¿Estás bien?
Tomó aire, como cada vez que alguien se envalentona para mentir, haciendo tan evidente el engaño que finalmente se termina confesando todo lo contrario. Pensó soltar ese suspiro que volvía una y otra vez, pesadamente, y responderle de manera cínica, pero algo le dijo que no lo hiciera. Exhaló bajo y dijo:
- No. No, no estoy bien.
Se quedó mirando la taza frente a ella y sin saber cómo, se decidió a hablar. Nimiedades sin sentido, en su perspectiva, pero que de alguna manera en su acumulación le pesaban más que cualquier problema irresoluble. De alguna manera supo que ella la entendería, que, sin mirarla, comprendería su vergüenza, percibiría el tono patético con el que imprimiría cada una de sus palabras.
Si. Patético.

Las mañanas eran lo peor. Partir el día con el borboteo del hervidor malo, que se las arreglaba para rebotar escandalosamente cada vez que las burbujas en su interior ardían. Lo que le cargaba era cómo, simplemente hace unas semanas, ese sonido parecía despertarla, anticipando el sabor de un café medio quemado por el apuro en su camino al metro, un sonido que recordaba los segundos de intimidad placentera que los saltitos del hervidor parecían impregnarle a la mañana. Saberse tan feliz con algo tan cotidiano en su pasado llegaba a asquearla. Era casi como una toma de película en la que podía verse doble: ella en el pasado, completamente vestida y arreglada, sonriendo como maníaca mientras daba vueltas por la cocina, con su banda sonora personal consistente en el agua que saltaba alegremente dentro del jarrón; y ella ahora, observándose cínica, con ganas de romper el velo del tiempo y zarandear a la pobre estúpida que no se daba cuenta que se estaba dejando llevar de nuevo.
Sí, se había estado comiendo los cueritos de los dedos de nuevo. Le molestaba pasarse el índice sobre el pulgar y sentir esas durezas secas, y no podía evitar el tironearlas como fuera, dedos, dientes, hasta quedar sangrando, hasta que le dolía. Cuando se quedaba parada en la esquina de la cocina mirando el hervidor, su mano escapaba de la prisión del brazo opuesto y aterrizaba, pulgar primero, en la boca, y sufría una terrible tortura mientras ella, con la mirada fija en el hervidor que cada vez estaba más caliente, lo mordía.
Sus manos estaban hechas un asco. Eso era lo número uno. Sus manos.
Ella, que siempre se vanaglorió de sus dedos largos, sus uñas perfectas y siempre pintadas. La que ahora sólo se molestaba en cortarlas desprolijamente y tirarles una capa rápida de calcio para que no se le quebraran, la misma que antes no salía de la casa sin crema de manos en su cartera. Ella, de manos secas, aferrando un mug de té caliente, las llaves colgando de un dedo y su pelo alborotado que le revoloteaba los lados de la cara cuando bajaba corriendo las escaleras, atrasada de nuevo.
Esa era otra cosa. Malditas mañanas, siempre la sorprendían al tercer timbrazo de la alarma más dormida que despierta. Estaba durmiendo pésimo, y cada día le costaba más despegarse de la misma cama que por las noches parecía repelerla. Y ella luchaba, dando vueltas hasta las tres de la mañana, pateando las frazadas porque se ponía a transpirar, levantándose a cada rato a buscar un plumón porque el frío le hacía doler las rodillas. Amanecía con el pelo pegado a la nuca, los hombros congelados, y el olor de su propia saliva en la cara y en su almohada. La pesadez de sus propios párpados le recordaba la ducha, el desayuno, la corrida, el metro, la oficina. La rutina. Y entonces su cama se aferraba a ella con garras y dientes, tratando de convencerla de lo fútil de su lucha contra la vida y que siempre sería mejor seguir durmiendo, sin saber nada. Justo cuando comenzaba a dejarse tentar, la cuarta alarma explotaba a un costado y ella maldecía en voz alta por la media hora de retraso que acababa de echarse encima. Partía entonces al baño arrastrando los pies, y nuevamente se veía hace un par de meses saltando a abrir el grifo después de haberse despertado dos minutos antes que el reloj y apagara la alarma del celular como diciéndole “te gané de nuevo, tontito!”. Y la risita tonta de alegría.
Descubrir que de nuevo las hormigas habían invadido su cepillo de dientes la recibía como cachetada. Su cepillo la carroña y las hormigas los buitres. Lo sacudía con más hastío que asco bajo el chorro de la ducha, y pensaba su boca como el nicho oscuro e indeseable en el cual esconder esas cerdas recorridas por montones de patitas cafés. “Putas”, se decía, cediendo la lucha de antemano, porque había que estar loca para llenar su departamento de insecticida si sabía que lo más probable es que las muy malditas vivieran entre las paredes, y que por cada agujero tapado en polvos blancos dos más surgirían como si nada, entre el pegamento de las baldosas y por detrás de la taza del wáter. Invitadas por la curiosidad y la costumbre arrebatada, rondaban por los rincones esperando una miga y conformándose con un cepillo, a la espera de esa salvación que ya no llegaría. Esperándolo a él.
Él, con sus panes dulces, los sobres de mermelada que dejaba desparramados por la cocina cuando llegaba de sorpresa a tomar once (“una light para ti y una normal para mí”), el guacamole de cuando veían películas. Él y todos esos malditos olores de cuando, atacado por la inspiración, atacaba las pocas sartenes y cubiertos que tenía e inventaba una receta que siempre quedaba a medio comer sobre la mesa, mientras ellos se enredaban bajo el mantel y olvidaban levantar los platos una vez en la cama.
Y ahora, que los olores invadían otra cocina, el guacamole quedaba olvidado sobre un sillón ajeno, y la película se proyectaba sobre él y sobre otra.
Ella se rindió antes que las hormigas. Se fue olvidando de meter la crema en la cartera y le complicaba pintarse las uñas porque el esmalte se le saltaba a los dos días. Ya no dejaba comida afuera porque ni se acordaba de comprar algo que exigiera preparación: mientras más plástico fuera y dentro del envase congelado, mejor. Su cocina no olía bien hace semanas y parecía como si su departamento entero hubiera sufrido las consecuencias de ello, ahora que la tele la prendía para tener bulla de fondo y a veces perdía los ojos en las lentejuelas de algún programa de baile.
Sentía el latido de las hormigas que se deslizaban silenciosamente por las paredes, como buscando un nuevo lugar por conquistar, sin entender qué había pasado con aquél perfecto escenario comestible que ahora brillaba por su ausencia. Entonces ahora migraban a otros lados de su departamento, preguntando porqué, que dónde estaba, que cuándo volvía, que porqué se había ido. No comprendían como alguien se había envalentonado para arrebatarles el ecosistema perfecto que, una vez hallado, es difícil de abandonar.
Y ella, que no le quedaba otra que quedarse mirando el hervidor iluminado por los tubos fríos de la cocina, el único resabio que no podía dejar ir. Se dejaba atormentar por los acordes finales de la ebullición, esperando, como antes, para servir un té, imaginando lo desconcertados que debían estar esos malditos insectos de escuchar el hervidor sin que ahora significara el anticipo de una once pantagruélica que dejara sus huellas sobre la mesa. Sólo el hervidor, torturándolas, mintiéndoles acerca de lo que podría haber sido pero que ya no sería nunca más.

- Tengo el departamento lleno de hormigas, mamá.
Y se echó a llorar.