29 de diciembre de 2011

My body is a cage

Las luces me gustan amarillas.
Las blancas son de baño, de cocina, de hospital. Las siento ascépticas, indiferentes. Hirientes, casi. Algo de la luz blanca, especialmente de la de tubo (la que siempre parpadea un poco cuando se prende), me da la impresión de apersonalidad, o de una necesidad innecesaria de una imagen nítida, en la que se note cada línea fuera de lugar, una espinilla que antes podría haber pasado desapercibida, el atroz desencanto de los colores en una explosión fría y desinteresada de iluminación.
Salí con alguien a quien le gustaba que nos acostáramos a la luz de las velas, para dibujar siluetas vibrantes en las paredes mientras cada uno improvisaba su propios movimientos sobre el otro, envueltos por el calor cómplice de esa llamita. Yo lo molestaba diciéndole que era terriblemente cliché, pero por dentro agradecía el gesto de usar una luz suave sobre mi piel, en vez de la irradiación de morgue de los tubos de neon. Más allá del gesto romántico que nunca fue, esa vela solitaría que ardió -todo menos indferente- en contra del contraste de nuestras pieles, se convirtió para mí en el total opuesto a la luz examinadora y helada del tubo; frío contra calor, suavidad versus dureza.
Por eso me molestaba tanto cuando tú, cada vez que recuperábamos la respiración, te levantaras hacia el baño y prendieras la luz para entrar, dejando la puerta abierta. El rayo blanco me golpeaba en la cara y me despertaba de cualquier sopor relajado en el que podía estar sumiéndome y convertía toda la situación pasada en algo real. Algo analizable desde puntos de vista, introducía el cinicismo del pensamiento sobre la primalidad del gesto, y, honestamente, me despertaba de la película mental que estábamos filmando.
Nunca podría haberte dicho que por eso quise dejar de verte. La razón parece un tanto estúpida, así que le busqué transfondo a mi decisión. Que tu rutina de ir al baño después del sexo en verdad traducía un problema mayor, o que delataba nuestras diferencias tan cruelmente como esa luz que me iluminaba con cinismo. Pero a pesar de todo, era eso: que mientras yo trataba de desperezarme en una cama ajena que de a poco comenzaba a flotar hacia mi propiedad, tú me la arrebatabas con la realidad de... bueno, la realidad.
Y yo siempre que he querido vivir en una película.

7 de agosto de 2011

Consuelo.

Llevábamos poco tiempo de conocernos cuando ya sabíamos, silentes, que éramos la una para la otra. No nos habíamos dicho nada (ese tipo de cosas no se dicen), pero había algo en nuestra manera de tratarnos que delataba el amor y admiración que se nos escapan por los poros. En mi caso, es en forma de retos y garabatos, recriminaciones cariñosas que nunca cruzan la línea hacia la violencia o la seriedad; y ella me halaga constantemente, sea en mi manera de vestir hasta por cómo he dicho algo.
Firmamos un contrato implícito de siempre estar juntas, al relatarnos la vida en trasnoches y más cervezas de las que me gustaría admitir. Nos enamoramos como dos amigas pueden hacerlo: sin ataduras, sin restricciones, y sin ningún tipo de atracción erótica a pesar de sabernos hermosas, la una a la otra. Nos cuidamos como hermanas, nos maltratamos como pareja, nos decimos la verdad que desnuda y duele, sabiendo que el espacio que nos conformamos para nuestro habitar es tan seguro que no podemos destruirlo por descuido, pero que al tiempo es tan frágil que llega a ser hermoso.
Siento que hay distintos tipos de amistad y que ninguno desmerece al otro. Cada uno tiene su valía, su importancia en la vida de quien lo disfruta, y no voy a desmedrar la amistad que tengo con ella al compararla a otra.
Pero tengo imágenes de ella tatuadas en el cerebro, y sé que a través de los años no van a difuminarse con el sol. Los cigarros, los kilos, las lágrimas y el miedo van y vienen, pero estoy segura, confiada, de que mientras tenga a esta amiga en mi vida, la primavera llegará junto con su cumpleaños, para hacerme sonreír.