5 de octubre de 2009

Maldita primavera.

Jazmín en flor y a mí que me empieza a gustar el azote del viento cálido cuando se cuelgan sobre mí las estrellas. Tu risa, la cerveza, mi chaleco de mangas cortas y yo sin frío, sin frío, casí frio pero la parrilla encendida y mientras más amarilla la luz estoy más cómoda. Más jazmines y más risas, la espuma perfecta y una cajetilla llena. Sin chalas, el pasto húmedo, tus dedos del pie están verdes y yo también, pero no es el pasto. Maldigo la mesa (que nos separa), bendigo el decoro (que no se me va todavía). Dos sorbos más y te arrastro a una pieza.

24 de junio de 2009

Y volver a reír.

Tu tempestad y mi calma se me suceden a veces con los días, a veces con los meses. Entremedio me quedo mirando al cielo esperando la lluvia y una llamada perdida tuya en mi celular, en tenerte de nuevo a medio metro con tantos secretos por contar y tan pocas instancias para hacerlo. Que me partas de un costado a otro sin saberlo, como siempre, que me dejes rebotando en tu sonrisa mientras yo, para evitarte, bajo al suelo los ojos ocultándote otro secreto más. Uno que me gustaría lamerte en la oreja.
Poco a poco te siento menos cerca y canto internamente mi victoria. Días, horas después, una vereda, un refrigerador, una marca de alcohol determinada, me recuerdan los más casos a una fantasía, los menos a una vivencia. Y me repito que no es sano, porque de partida no sabes, y porque finalmente nunca podrá ser, pero no puedo evitar pensar en lo suave que podría sentirse tu respiración entre mis dientes.
Volver a soñar sobre tu recuerdo se me hace cada vez más fácil; en cierto modo me he resignado a un fantasma de mi propia fantasía basada en ti acompañándome en tu espera. Y es como si supiera que cualquiera de estas noches cuando coartada por un vuelo, por una nebulosa, podré entrecruzar mis dedos con los tuyos por más rato del que se supone una amiga lo haría. Y que entonces el frío que no sienta me permita acercarte a mi cuerpo, y mi boca contra la tuya me dará los segundos necesarios para saber si ese día, y desde ese día, me librarás de tí.

10 de junio de 2009

Amuleto.

Sucedió en una de esas noches frías de Santiago, con esas ganas que me dan a veces de vomitar por la soledad. Tenía un libro de Bolaño abandonado a mi costado, los pies helados y en los ojos asomándome el cliché de unas lagrimas melancólicas. Ahora, ¿de qué?, no tengo idea; sólo sabía que me sentía sola y que por vivir con mi familia en una casa llena de no fumadores no podía prender un cigarro y ver cómo se disolvía el humo hacia el techo para paladear verdaderamente mi pseudo tristeza.
Y pasó que justo esa noche, tan igual a la otras, menos fría pero más larga que las demás, me decidí por suicidarme. Así no más: estoy aburrida, estoy sola, y hasta las hojas del libro que estoy leyendo pueden trepanarme las muñecas. Sentada en la cama, de fuera me veía como la imagen más pacífica de mi misma, la respiración acompasada, ritmo cardíaco normal, pestañeos que se sucedían con regularidad muy dentro de lo común. Pero por detro estrellaba el libro contra el espejo y me rebanama los muslos hasta que alguna arteria perdida en mi carne dejara su graffiti en las paredes como único grito de existencia, porque, claro, yo me quedaría impertérrita observando aquella sangre que manaría con cada empuje de mi corazón exaltado con la paz que sólo viene del conocimiento y aceptacion de la propia muerte.
Y fue ahí que me decidí, que encontré la cura a todos mis males. No a adornarme la piel con quemaduras de cigarrillos, no a rascarme con el mango de un cepillo de dientes la garganta maltratada, no a esconder la cabeza en una almohada cuando me forzara a llorar a gritos mudos con la cara rojísima y lágrimas secas, no: la cura estaba en la muerte, en el abandono, en mandarse un Larra frente al espejo porque sobre todo, la muerte mía tenía que ser con estilo.
Es desde ahí que me las voy ingeniando todos los días a parir una buena muerte, que deje huella, y mi carta de despedida a este con el que siempre me he tratado con mutua pero cordial indiferencia está cada vez más larga y con más borrones de pasta azul apelotonada. Y es extraño, esto de saberlo ya todo, introducir hasta mi muerte en un esquema inamovible, porque me da una tranquilidad que sólo otros pro-suicidas como yo podrían llegar a comprender. Respiro con más propiedad, ya no me río entre dientes y voy metódicamente entregando trabajos para la universidad y haciendo diagramas de fechas, opiniones y hechos luego de leer con anticipación antes de las pruebas.
La sensación que tengo es la misma que a uno le da cuando ve la fecha de caducidad de su comida favorita cuando está revisando el refrigerador durante los ataques de gula: sabe cuando terminará todo, y la opción de comérsela está en sus manos y mente a decidir. Pero por mucho que no sepa cuándo lo va a hacer, sabe que es ya un hecho consumado, y da el tiempo de aplazarlo justo antes del día en que el alimento se corrompa y empiece a incubar hongos.
Eso es. Yo sé cuando voy a terminarme, conozco mi mes y año, sé perfectamente cuando me venzo. Ahora tengo la certeza de que voy a lanzarme a la crianza de margaritas con la carne aun fresca, pero a punto de resquebrajarse.

5 de abril de 2009

Lucky.

Primero el susto en aumento y después el alivio, y su brazo sobre mi cara estirándose por los cigarros cuyas volutas de humo se irán extinguiendo hacia el techo mientras se apacigua el candor entre mis piernas.
Siento las arrugas de la sábana imprimiéndose en mi espalda y trato de recordar cada pliegue de su piel que hasta ahora nunca ha fallado en dejarme la mía tibia y dulce. Volteo para mirarlo y unos cuantos mechones de pelo adheridos a mi cuello por el sudor se ponen tirantes, mientras otros, desparramados por la almohada, van formando elevaciones como olas oscuras opuestas al blanco de las fundas. Sin poder evitarlo alzo la mano y destruyo con el índice el anillo formado recién por su boca redondeada, y lo despierto de su ensoñación cuando el humo gris se deshilacha como una u en el ahora tibio aire de la noche de invierno con las ventanas cerradas.
Me mira y me desarma con una sonrisa que creo conocer tanto pero que nunca he sabido predecir. Apoyo la mano destructora de sus emanaciones sobre su vientre y estiro la boca pidiéndole una fumada. Él acerca el cigarro contenido entre sus dedos y lo deja quieto entre mis labios mientras chupo suavemente. En los segundos que inhalo lentamente él se me acerca y deja su boca entreabierta frente a la mía, para que le sople el humo de mis pulmones hasta los suyos, para darnos luego unos de esos besos suaves que se regalaban con tanto celo en la primera adolescencia, presionando apenas los labios.
Sonríe de nuevo, blanco contra blanco, su piel intermediaria entre el género y sus dientes, y trato de mantenerme lo más quieta posible con mi mano en su cintura. Afuera se escucha el viento y el golpeteo de las hojas con las primeras gotas de lluvia que me servirán de pretexto para tenerlo conmigo toda la noche, hasta el café de la mañana. Sus ojos me perforan como adivinándome el pensamiento, y acomodando una pierna sobre las mías da una nueva fumada y apunta sus círculos de humo hacia la punta de mi nariz, para que yo no tenga que moverme para alterarlos.
No puedo evitar una sonrisa y cerrar los ojos, concentrándome en los puntos de calor que se van extendiendo en mi cuerpo por el contacto con el suyo. Trato de envolverme en la tibieza de sus dedos acariciéandome la nuca y liberando mi pelo de su tirantez por la presión de mi cabeza, extendiéndolos sobre la almohada y pasando sus dedos por él, una, dos, mil veces. Aprieto la carne de su cintura y me cobijo bajo su hombro con un gesto inconciente que debe de haberle parecido algo coqueto, por la forma en que me mira.
Se estira de nuevo, pero ahora para apagar el cigarro en el cenicero del velador. Tratando de separarse lo menos de mi piel alarga el brazo y toma la ropa de cama, dejando algunas frazadas enrolladas a nuestros pies para que en plena noche no despertemos por el calor. Me tapa suavemente, mirando cada lugar donde la sábana toca mi piel mientras la acomoda encima mío, y yo miro sus pestañas y ojos viajar por mi cuerpo como si lo viera por primera vez. Finalmente quedamos frente a frente, nos damos el beso de buenas noches, más calmado y suave que todos los anteriores para no sacarnos mutuamente del agradable sopor en que nos encontramos, y nuestras pestañas se cierran una sobre la otra, entremezclándose hasta el amanecer.

And we made sweet love.

Fue concebido detrás de un banco de plaza una noche tibia de Noviembre en que los futuros padres perdieron su virginidad. Su existencia fue percibida cuando ella, a los cuatro meses, dijo que estaba hecha una vaca y que era raro, porque a ella nunca le engordaba el estómago, sino las caderas y los muslos.
Nació prematuro en Julio y a los abuelos de ambas familias les tocó costear los gastos médicos; la joven madre creyó que desde ese día el niño fue odiado por sus padres y trató de enmendar el daño bautizándolo con el nombre de su suegro: Juan.
Cuando cumplió un año y medio sus papás aplazaron definitivamente los planes de matrimonio y él se fue con otra, mientras su mamá entraba a trabajar al primer café con piernas en el cual al jefe no le molestó la piel suelta de su abdomen y los pechos lacios por amamantar.
Desde el principio, María percibió que su nieto era extraño. Introvertido y calmado, el pequeño era capaz de quedarse horas enteras encerrando hormigas, baratas y gusanos en latas antiguas de conservas que muchas veces rebanaron ligeramente sus dedos sin ningún quedijo de parte del niño. Lo que María nunca notó es que Juan no dejaba a los insectos en libertad, sino que esperaba a estar solo en su rincón favorito del patio para aplastar las baratas contra la pared utilizando una piedra laja y sorber los gusanos enteros para sentir cómo se deslizaban, granitos de tierra y todo, por su garganta.
A los cuatro años su madre quedó embarazada de nuevo. Sufrió una hemorragia luego de un aborto clandestino y Juan quedó vitualmente huérfano, al no recibir llamada de su padre desde los dos años. Su abuela decidió meterlo al colegio de la comuna para trabajar como cajera en un Santa Isabel.
Juan no pudo encajar con los niños de su curso. El silencio, su semblante pálido y sus puños cerrados a los costados de sus bolsillos comenzaron a despertar sospechas en sus compañeros, y sus extraños hábitos alimenticios terminaron por espantarlos y decidieron prohibirle el privilegio de utilizar los únicos dos columpios del patio de los preescolares. En casa, Juan pegaba lentejas a un papel con forma de persona que le habían mandado de tarea y después hurgaba el nogal del fondo con un palo para botar los nidos que en él había. Una vez cayeron de uno de ellos tres pajaritos recién salidos del cascarón que el destrozó contra la pared de concreto.
En la casa, la abuela ni lo veía. Llegaba todos los días a las doce y media y se iba a las seis de la mañana. El niño, solo, engullía puré de caja y vienesas fritas que la vecina le llevaba a la hora de la cena. La once consistía en un vaso de Cola Cao cuya mitad el niño desparramaba por el desagüe del lavaplatos. A la vuelta del colegio, cuando no estaba ocupado atormentando a los seres vivos de los alrededores, se quedaba viendo las teleseries venezolanas y brasileras donde los buenos siempre ganaban luego de que el villano se saliera con la suya un par de veces.
Un día, su padre ausente llegó de visita, para comprobar si la madre de Juan seguía viviendo en el mismo barrio de siempre. En su lugar encontró un niño con las rodillas negras de tanto buscar insectos en el patio y las manos astilladas por las ramas del nogal. Le dejó un billete de cinco mil pesos sobre la mesa y la promesa de volver el martes próximo, que no cumplió. Juan masticó lentamente el papel arrugado y se tragó la promesa junto con el aroma de su padre, una mezcla de cigarros baratos y aceite de motor, con la esperanza de guardarlo por siempre dentro de sí.
Del colegio ahora regresaba con moretones en los antebrazos y pantorrillas por ser lanzado de un lado a otro por sus compañeros por las extremidades durante el recreo. Él no lloraba ni parpadeaba; sólo se sorbía rápidamente los mocos de su nariz sucia o se los limpiaba con la manga.
Las teleseries le dieron una idea. A las doce de la noche del día siguiente, su abuela no lo encontró cuando llegó a la casa. Fue a poner denuncia en carabineros, quienes le dijeron que tenía que esperar cuarenta y ocho horas para declararlo como perdido. A las ocho de la mañana de ese día miércoles, los compañeros de Juan lo encontraron en el patio del colegio.
Sujeto del cable de la tele, el cuello de Juan se cerró a las once veintidós de la noche anterior. Su cuerpo brillaba a treinta centímetros del suelo gracias a las gotitas del rocío, y un pequeño hilo de saliva colgaba de la boca a la que nunca se le escuchó palabra. Sus puños, cerrados, estaban manchados de tierra. Cuando fue descolgado de la barra de los columpios, de la mano derecha se deslizó el único gusano que se salvó del estómago del niño.
Fue la primera y última manifestación de su orgullo infantil. En su teleserie ganaba el bueno, vengándose al fin de todos los malos y consiguiendo que nunca, nunca más, alguien se balanceara en los columpios.

1 de marzo de 2009

I never meant to brag.

Tuve el déjà vu de la noche en que entramos a ese local en que tocaban música en vivo y las sillas era todas distintas, como para que se mostrara su eclecticidad hasta en el mobiliario, y donde finalmente una astilla me cagó las pantys del muslo a la pantorrilla con un hoyo grande que se iba deshilachando hacia abajo. Allá donde pediste una canción, no me acuerdo bien cuál, pero no me gustó y sonriendo te dije que era buena. Qué terrible fui, fue sólo por robarte un beso y consolarme del terrible atentado de la silla a mi vestimenta.
Y duespués, qué fue, ¿vino?. Sí, vino tinto, porque después de un rato los labios se te pusieron rojos, rojos, y tu saliva estaba un tanto amarga pero aún dulce. Rica, como tú y como el vino. Y después mi canción, la que me imaginé bailando encima de la mesa pero que mi propia copa de vino aun no me daba el valor de hacer.
También está en mi recuerdo el resplandor suave de tus uñas cuando jugabas a golpear y girar suavemente la caja de fósforos sobre la mesa; brillo, que de alguna manera, sentía te rebotaba en los dientes cada vez que sonreías por cada juego de palabras estúpido que me dió por inventar esa noche.
Nos veíamos tan lindas, tan tontas, dentro de nuestra alternatividad auto impuesta tanto en actitud como vestuario. Y lo mejor era que a nadie le importaba, porque o estaban todos borrachos o todos en plan de estarlo. Y me acordé tan patentemente que la primera copa de vino que pediste yo la probé después que tú, dejando la marca de mi brillo labial sobre el tuyo, en el mismo lado del vidrio.
También que a la vuelta corrimos de la mano, riéndonos ebrias, y encontramos un paradero que no tenía ningún aviso en el panel. Entonces que pegamos los labios bien fuerte cada una por su lado para besarnos entre el plástico transparente aún con la iluminación blanca por el borde.
De todos los besos que nos dimos esa noche, ése fue el mejor. Yo creo que es porque la luz me lo dejó tatuado en la retina, como una foto, que siempre me va a recordar lo locas que estábamos y los bien que siempre lo pasamos esas primeras noches de invierno, esquivando las pozas.