19 de noviembre de 2006

De Cara a la Pared / "Manuel"

Podría dedicarme al engaño y contar una historia de sonrisas y bocas abiertas en éxtasis durante la correspondencia del amor. Contaría de viajes a la playa, cerezas, fotografías y mechones de pelo. Narraría de tardes en silencio, disfrutando del sol en la espalda desnuda, miradas silenciosas y besos largos.
Pero sería una mentira.

[...]

Conocí a Manuel en el Instituto. Era un joven alto, pálido, de mirada un tanto fría que quizá escondía demasiado. Recuerdo que le miraba durante los himnos del primer día, disimulando arreglarme el pelo mientras analizaba su porte, su nariz recta y labios que murmuraban la canción nacional sin emitir sonido alguno.
Estaba parado entre las filas de alumnos del curso superior. Yo, desde mi humilde posición de novata, me sentía cohibida sólo de atreverme a mirarlo. Creo que en ese momento pensé que era una especie de falta de respeto, que yo no tenía los conocimientos suficientes siquiera para enterarme de su existencia. Y en cierta manera, me sentía bien. Llena de mí misma, de mi libertad de observarle sin que nadie me dijese nada.
De improviso me encontré mirando sus ojos, claros, grises. Escondí la cara hacia la derecha, roja como tomate y maldiciéndome por lo bajo de ser tan tonta y fresca. Enderecé lento la cabeza luego, haciéndome la que me había picado un mosquito por mi repentino movimiento. Respiré hondo y esperé a que mi corazón se calmara, mientras los acordes de la canción que se oía por los altavoces se iban terminando.
Durante el tiempo que duraron los discursos de bienvenida sentí que Manuel me agujereaba la nuca de mirarme tan fijo. Yo sólo bajaba la mirada y esperaba que hicieran sonar la campana para mezclarme con la gente y largarme lo más rápido posible sin topármelo.
En un último atrevimiento, respiré hondo y contuve el aire dentro de mí, di vuelta la cabeza como si nada y ahí estaba. Me miraba y me miraba, y yo no corrí mis ojos de los de él. Creo que en ese momento me sonrió un poquito, sólo una mueca, una especie de señal que me dio a entender que no me miraba por casualidad. Y ahí, en ese mismo instante, comencé a desaparecer.

[...]

Habría pasado una semana y media, y a Manuel le vi un par de veces, caminando a la biblioteca y riéndose con unos amigos del curso superior.
Me acuerdo que me llamó mucho la atención cómo se reía. Primero entrecerraba los ojos con una gran sonrisa en la cara, y luego echaba la cabeza hacia atrás dando una carcajada, con la boca así, abierta, que dejaba ver sus dientes blancos. Lo que me pareció extraño fue que lo hiciese con tanta libertad, como si un hombre de mirada tan distante no pudiese sentir como las demás personas, y por tanto, no pudiera expresarse como ellas, con una risa tan abierta y honesta.
Estuve el resto del día acordándome de su voz y del sonido de su risa, que provocaba ecos en mi cerebro y no dejaba espacio para pensamiento alguno.

[...]

En esa época me encontraba viviendo a ocho cuadras del Instituto, en esa casa tan vieja con el parrón fuera de la cocina, siempre bañado por el sol durante el verano, y el limonero flaco, que a pesar de su apariencia enclenque daba los mejores limones de la cuadra, que yo arrancaba furtivamente del árbol y devoraba a gajos haciendo muecas por su acidez.
Me recuerdo tan claramente caminando el trecho que separaba mi casa del Instituto, en uno de esos días que no se sabe bien si son verano u otoño, con pasos aletargados y el bolso colgando flojamente de mi hombro. Ese día no pensaba yo en nada, me fijaba en los detalles de la calzada y esquivaba las primeras hojas secas.
Fue en uno de esos días cuando una voz grave, segura, me llamó por mi nombre y me detuvo en medio de un paso y otro. Me volteé, de manera que el sol me dio en la cara, el calor anaranjado llenó mis ojos y por unos segundos no me dejó ver. Lentamente, mientras me acostumbraba a la luz, se fue recortando contra el sol la figura alta de cabellos oscuros, nariz recta y ojos claros con tanta precisión que por un momento pensé estar soñando, pues ese hombre no podía saber mi nombre, y aún menos usarlo para hablarme.
Con las manos en los bolsillos se acercó dando pasos largos, dos, tres, hasta ponerse a mi lado, y mirando abajo, hacia mi cara, me dedicó otra de esas cordiales sonrisas que yo creía solo podían existir en él sin que se viesen como muecas de desprecio.
No sé aun cómo me las arreglé para volver a caminar, más lento ahora, alargando los segundos con temor a que el momento terminase. El me hablaba con calma, que de dónde vienes, cómo te adaptas al Instituto, que si ya tienes amigos. Cosas banales, pero que sin embargo quedaron grabadas en mi memoria con tal exactitud que cuando cierro los ojos aún veo su figura iluminada por el sol de media tarde, su pelo brillando anaranjado contra el cielo, la sonrisa cada vez que me hablaba y la entonación especial que le daba a las últimas oraciones de una pregunta.
Respondí un poco cortante, pero me aseguré de estar siempre sonriendo, de no parecerle muy tonta o muy joven como para hablar con él de cosas más profundas, para darle a entender que conmigo sí podría hablar de la vida, resolver los misterios del universo juntos siendo yo la interlocutora.
Las ocho cuadras se hicieron muy pronto seis, cuatro y dos. Cierro los ojos y lo veo alejarse ahora de mi casa, yo parada en la puerta sujetando el bolso con ambas manos sobre la falda y él diciendo adiós con la mano, mirando hacia atrás y dejando ver sus dientes a través de los labios entreabiertos. Y yo luego viendo cómo su figura se empequeñecía mientras caminaba derecho y bajaba por el camino polvoriento, hasta que no fue más que un puntito negro en la distancia, que no volvió más la cabeza para mirarme.
Me alegro que no lo hiciese. Si no, le habría asustado y quizá no me habría vuelto a hablar.

[...]

De ese día en adelante, el camino a mi casa fue cada vez más a menudo en compañía de Manuel. El me decía que qué bueno que le quedara de pasada, así me hacía compañía y yo no me aburría mientras las hojas se caían con el viento y el cielo comenzaba a llenarse de nubes.
Entre conversaciones y pasos los días avanzaron, el otoño dio paso al invierno, para mí como un fondo que adornaba el escenario donde el actor principal era Manuel.
Nos comenzamos a hablar de todo, pero sólo durante los minutos de las ocho cuadras, porque en el Instituto él no me hablaba. Yo al principio me desconcerté que no me hablase, pero después de un tiempo terminé por acostumbrarme. Nunca le mencioné nada ni le pregunté, por miedo a que de esa manera yo matase la confianza que tan lentamente se construía y él escogiera otro camino para devolverse a su casa y no me viera más la cara.
Me conformé con lo poco de él que tenía, y miraba con envidia cómo sus compañeras se daban con él libertades que yo no me permitía por pudor, como agarrársele del brazo o correr hacia él gritándole Manuel, Manuel, para echar sus brazos al cuello y darle un beso húmedo en la mejilla.
Veía también como durante el intermedio del almuerzo, él se escabullía con una de sus compañeras, tomados de la mano, y tropezones a tropezones hacia alguna bodega de materiales de la que salían siempre despeinados y sonriendo. Siempre que los veía a ellos dos me imaginaba que la joven de cabellos largos, alta y espigada como actriz, se transformaba en la bajita y delgaducha niña que yo era, su risa la mía que se escondía en la curva del cuello de Manuel mientras le contaba secretos al oído.
Me olvidaba luego de todo, le perdonaba sin que él se enterase que alguna vez me había enojado, cuando nos devolvíamos por la acera mojada y cada uno se protegía la cabeza con el bolso a modo de sombrero.
Y si hacía mucho frío, miraba a ambos lados y me rodeaba los hombros con el brazo, descansando su mano cerrada en puño tan cerca de mi cara que si hubiese querido, me hubiera bastado sólo voltear un poco la cabeza para besársela.
Nunca lo hice.

[...]

Mientras avanzaba el año, ya se devolvía todos los días conmigo y me ignoraba en el Instituto. No recuerdo que me hubiese regalado alguna otra sonrisa mientras estuviésemos dentro del recinto, ya nunca me miró a los ojos durante las horas del recreo.
Yo me puse tímida y no hablaba mucho. No comía nada en el almuerzo porque mi estómago se llenaba de mariposas por anticipación, y esperaba todos los días a que sonara la campana para salir caminando lentito por la puerta del frente, contándome los pasos hasta que Manuel llegaba y me bañaba con sus palabras de hombre grande, de poseedor de misterios que benévolamente accedía a compartir conmigo.
Y así pasaron las tardes y las semanas, mirando al vacío entre las palabras de tiza que formaban espirales dentro de mi cabeza, mientras mis cuadernos se llenaban de retratos torpes de su perfil y contenían cada vez menos ecuaciones y ensayos. Rellenaba el tiempo contándome historias de amor, donde los protagonistas eran siempre los mismos, y cuyas tramas siempre terminaban en una bodega de materiales oscura y con olor a polvo, mientras los secretos se susurraban bajito y se escuchaban fuerte, y salían despacio por una ventana o agujero, elevándose como vapor hasta llegar al sol.

[...]

Pasó que uno de ésos días Manuel llegó corriendo a encontrarme. No me dijo nada, y yo no me atrevía a despegar los labios a pesar de que mi mente bombardeaba frases para iniciar esta vez yo la conversación.
Caminamos despacio, y me ponía un poco nerviosa cómo su respiración le salía tan agitada, y miraba por el rabillo del ojo cómo su pecho subía y bajaba acompasando el aire y calmando su corazón.
Y entre esos latidos de él y pasos míos, el se detuvo de pronto y me tiró del brazo, me agarró la cara con las manos y me besó. Fue para mí tan raro, sentir sus labios delgados pegados a los míos, y ver sus ojos que cerrados con fuerza apenas dejaban a la vista sus pestañas erizadas.
Me soltó brusco después y me tomó del brazo con la misma intensidad, y se puso a correr tan rápido como le daban sus largas piernas, arrastrándome consigo, a tropezones, con los ojos abiertos lo más grande posible para no perderme nada. Me permití soltar una risita, pero estaba un poco asustada porque no sabía qué estaba pasando.
Llegamos a un callejón que se formaba entre las dos paredes de unas casas, semi oculto por un árbol muy grande y seco, negro como el carbón y áspero como una roca de playa.
Manuel pasó entre el hueco que dejaban el árbol y una pared, y me tiró un poco el brazo para que pasara detrás de él, haciéndome sin querer unos rasguñones de los que me percaté al día siguiente cuando me desperté.
En ese callejón ya no me besó más. No me miró a los ojos tampoco, y ninguna palabra salió de sus labios serios que se cerraban con dureza. Tiró ambos bolsos contra la pared opuesta, y a mí me empujó contra la otra, alzándome, separándome las piernas y apoyándose la parte de adentro de mis rodillas contra su cintura.
Yo amarré los brazos detrás de su cuello, demasiado asustada como para preguntarle que era lo que pasaba, ignorando el dolor de mi entrepierna y concentrándome sólo en la respiración agitada de Manuel contra mi hombro, mi espalda manchándose de cal con cada golpe que daba contra la pared.
Cuando hubo terminado, me bajó sin mirarme, y tomó su bolso con una mano mientras con la otra se arreglaba el pelo que con tanta prisa se le había despeinado. Yo me apoyaba en la pared, callada, los ojos abiertos grandes, grandes, buscándole la mirada con urgencia y sin reaccionar ni moverme. Él sólo salió colgándose la correa del bolso al hombro y sin mirarme ni una sola vez a los ojos.

[...]

Después de eso, lo vi llegar al Instituto a través de la ventana que daba a la puerta de entrada, con la cara apoyada entre las manos y el pelo cayéndome flojo sobre la mejilla. Sabía que si bajaba no me dirigiría la palabra, y en caso de que lo hiciese, yo no sabría que decirle.
Esperé a la salida, y caminé lento a mi casa, confundiendo los pasitos de un perro con el caminar pausado de Manuel.
Al verme llegar, mi hermana me preguntó que porqué lloraba. Y yo no le supe contestar.

[...]

Pasaron las semanas, y el sol se atrevió a aparecer cada vez con más frecuencia, recortando ahora una sola sombra contra el asfalto de la acera, deslizando la luz sobre mí y buscando con sus rayos el cuerpo de Manuel.
Él, por su parte, no volvió a devolverse por el mismo camino. Una sola vez lo hizo, pero cuando fue, caminó por la vereda contraria acompañado de dos amigos que con fuertes risotadas apagaron mis propios pasos cansados, y obligaron a mi cuerpo a detenerse en su camino. Los miré alejarse, y una vez más mis ojos se nublaron contra la figura de Manuel, tres puntitos negros bajando animosamente por el camino.

[...]

En el Instituto mandaron a llamar a mis padres. Qué bajó su rendimiento, y mi hermana se pasó tardes enteras tratando de entender mis apuntes entre dibujos de figuras altas pintadas de negro contra un sol de media tarde. Ella me preguntaba por las fórmulas, el vocabulario y mis ojeras. Yo le contestaba lo que sabía, le inventaba lo que no, y le escondía lo que no quería decir.
Pero a pesar de su ayuda yo no logré subir mis notas en el Instituto, y las bajé aún más. Mis padres me fueron a buscar un día, y me hicieron limpiar mi escritorio, me llevaron el bolso, los libros, y uno que otro lápiz que insistía en caerse de su estuche. Que yo no estaba bien, que el próximo año volvía.

[...]

Vi cómo a fin de año a Manuel le pasaban una medalla por la cabeza, le entregaban un diploma, le abrazaban con cierta distancia y le besaban con orgullo en ambas mejillas. Mejor compañero de la clase. Mejor alumno de la generación.
Mi mamá me pasó el brazo por los hombros ese día cuando nos devolvíamos, y yo dejé que las lágrimas corrieran por mi cara sin que ella se diera cuenta.

[...]

Tres semanas después, me enteré por un diario que Don Manuel Carrasco había sido muerto por un choque de autos a las tres de la madrugada, cuando caminaba para devolverse a su casa. Si no hubiera leído el diario aquel día, habría sabido igual. Escuché los frenos, el impacto, y el grito. Una voz grave, seria, que gritaba.

[...]

Esa noche, lo que Manuel no se había llevado de mí en el callejón, se lo llevó con el último aliento, que subió con sus secretos, su boca y mi virginidad, como una débil nubecita, que ascendió y ascendió hasta llegar a la luna.
Ahora la miro todas las noches despejadas, y espero a que, cuando llueva, se devuelvan con las gotas todas las lágrimas, que de tanto salir me dejaron seca por dentro.



[Si, es larguísimo, pero es hasta ahora una de las cosas que he escrito que más me ha gustado. El título original es "Manuel", pero pongo tambíén el título de la canción ya que sin ella no habría historia.]

Bulletproof Cupid

Hay algo me llama la atención sobremanera, pero no puedo plantearla sin por lo menos rozar la superficie de la situación que la originó.
En un tiempo que llamaré indeterminado pero que se ubica el año pasado, cometí un error y una asquerosidad al enrollarme con alguien en un inocente agarre que fue solo esa noche y nada más.
Ok, todo normal, regular hasta ahí.
Ahora, por la naturaleza especial de este ser, me ví envuelta en sus dudas existenciales y de identidad, cuando yo ya había pasado por esa etapa sus buenos dos años atrás.
El espécimen en cuestión, en teoría, me empezó a dar la lata. Pero bastante, según mi parecer, ya que cada vez que veía la oportunidad hacía un comentario como "yo por un tiempo estuve con tu olor" o "como la vez que fui a tu casa".
Ok. Asquito, de mi parte, admito que fue un desliz y una estupidez el haber actuado de la manera que lo hice, y a pesar de que siento le dejé las cosas claras, éste ser humano parece que se las sigue replanteando, y con su "especial" enfoque personal.
Y como siento que la única persona objetiva de la situación, ya que tengo en cuenta sus sentimientos encontrados y pensamientos varios, soy yo, le digo:
CORTA EL WEVEO.
Ve las cosas como son: teníamos dieciséis años, tenías en cuenta mi mentalidad, te dije todo lo que tenía que decir cuando me comentaste tu penosa situación, y creo haberte dejado bastante claro mi pensamiento sobre mi actuar al no repetirlo.
Lamento que las cosas hayan sido así, pero ahora, lamentablemente, parece que me das pena al decir que tú me la tienes a mí.
Y aunque lo que acabo de decir suene estúpido debido a lo que voy a decir a continuación, es un consuelo idiota el decir que te da pena alguien sólo porque no pudiste seguirle el ritmo.
Honestamente, lo lamento por todo.
Pero egoístamente, me veo obligada a agregar, que lo que más lamento es el haberme encontrado cerca tuyo el momento en que mis sinapsis parecieron parar y me acerqué a ti.
Ahora, estás en todo tu derecho de decirme PERRA.