5 de abril de 2009

Lucky.

Primero el susto en aumento y después el alivio, y su brazo sobre mi cara estirándose por los cigarros cuyas volutas de humo se irán extinguiendo hacia el techo mientras se apacigua el candor entre mis piernas.
Siento las arrugas de la sábana imprimiéndose en mi espalda y trato de recordar cada pliegue de su piel que hasta ahora nunca ha fallado en dejarme la mía tibia y dulce. Volteo para mirarlo y unos cuantos mechones de pelo adheridos a mi cuello por el sudor se ponen tirantes, mientras otros, desparramados por la almohada, van formando elevaciones como olas oscuras opuestas al blanco de las fundas. Sin poder evitarlo alzo la mano y destruyo con el índice el anillo formado recién por su boca redondeada, y lo despierto de su ensoñación cuando el humo gris se deshilacha como una u en el ahora tibio aire de la noche de invierno con las ventanas cerradas.
Me mira y me desarma con una sonrisa que creo conocer tanto pero que nunca he sabido predecir. Apoyo la mano destructora de sus emanaciones sobre su vientre y estiro la boca pidiéndole una fumada. Él acerca el cigarro contenido entre sus dedos y lo deja quieto entre mis labios mientras chupo suavemente. En los segundos que inhalo lentamente él se me acerca y deja su boca entreabierta frente a la mía, para que le sople el humo de mis pulmones hasta los suyos, para darnos luego unos de esos besos suaves que se regalaban con tanto celo en la primera adolescencia, presionando apenas los labios.
Sonríe de nuevo, blanco contra blanco, su piel intermediaria entre el género y sus dientes, y trato de mantenerme lo más quieta posible con mi mano en su cintura. Afuera se escucha el viento y el golpeteo de las hojas con las primeras gotas de lluvia que me servirán de pretexto para tenerlo conmigo toda la noche, hasta el café de la mañana. Sus ojos me perforan como adivinándome el pensamiento, y acomodando una pierna sobre las mías da una nueva fumada y apunta sus círculos de humo hacia la punta de mi nariz, para que yo no tenga que moverme para alterarlos.
No puedo evitar una sonrisa y cerrar los ojos, concentrándome en los puntos de calor que se van extendiendo en mi cuerpo por el contacto con el suyo. Trato de envolverme en la tibieza de sus dedos acariciéandome la nuca y liberando mi pelo de su tirantez por la presión de mi cabeza, extendiéndolos sobre la almohada y pasando sus dedos por él, una, dos, mil veces. Aprieto la carne de su cintura y me cobijo bajo su hombro con un gesto inconciente que debe de haberle parecido algo coqueto, por la forma en que me mira.
Se estira de nuevo, pero ahora para apagar el cigarro en el cenicero del velador. Tratando de separarse lo menos de mi piel alarga el brazo y toma la ropa de cama, dejando algunas frazadas enrolladas a nuestros pies para que en plena noche no despertemos por el calor. Me tapa suavemente, mirando cada lugar donde la sábana toca mi piel mientras la acomoda encima mío, y yo miro sus pestañas y ojos viajar por mi cuerpo como si lo viera por primera vez. Finalmente quedamos frente a frente, nos damos el beso de buenas noches, más calmado y suave que todos los anteriores para no sacarnos mutuamente del agradable sopor en que nos encontramos, y nuestras pestañas se cierran una sobre la otra, entremezclándose hasta el amanecer.

And we made sweet love.

Fue concebido detrás de un banco de plaza una noche tibia de Noviembre en que los futuros padres perdieron su virginidad. Su existencia fue percibida cuando ella, a los cuatro meses, dijo que estaba hecha una vaca y que era raro, porque a ella nunca le engordaba el estómago, sino las caderas y los muslos.
Nació prematuro en Julio y a los abuelos de ambas familias les tocó costear los gastos médicos; la joven madre creyó que desde ese día el niño fue odiado por sus padres y trató de enmendar el daño bautizándolo con el nombre de su suegro: Juan.
Cuando cumplió un año y medio sus papás aplazaron definitivamente los planes de matrimonio y él se fue con otra, mientras su mamá entraba a trabajar al primer café con piernas en el cual al jefe no le molestó la piel suelta de su abdomen y los pechos lacios por amamantar.
Desde el principio, María percibió que su nieto era extraño. Introvertido y calmado, el pequeño era capaz de quedarse horas enteras encerrando hormigas, baratas y gusanos en latas antiguas de conservas que muchas veces rebanaron ligeramente sus dedos sin ningún quedijo de parte del niño. Lo que María nunca notó es que Juan no dejaba a los insectos en libertad, sino que esperaba a estar solo en su rincón favorito del patio para aplastar las baratas contra la pared utilizando una piedra laja y sorber los gusanos enteros para sentir cómo se deslizaban, granitos de tierra y todo, por su garganta.
A los cuatro años su madre quedó embarazada de nuevo. Sufrió una hemorragia luego de un aborto clandestino y Juan quedó vitualmente huérfano, al no recibir llamada de su padre desde los dos años. Su abuela decidió meterlo al colegio de la comuna para trabajar como cajera en un Santa Isabel.
Juan no pudo encajar con los niños de su curso. El silencio, su semblante pálido y sus puños cerrados a los costados de sus bolsillos comenzaron a despertar sospechas en sus compañeros, y sus extraños hábitos alimenticios terminaron por espantarlos y decidieron prohibirle el privilegio de utilizar los únicos dos columpios del patio de los preescolares. En casa, Juan pegaba lentejas a un papel con forma de persona que le habían mandado de tarea y después hurgaba el nogal del fondo con un palo para botar los nidos que en él había. Una vez cayeron de uno de ellos tres pajaritos recién salidos del cascarón que el destrozó contra la pared de concreto.
En la casa, la abuela ni lo veía. Llegaba todos los días a las doce y media y se iba a las seis de la mañana. El niño, solo, engullía puré de caja y vienesas fritas que la vecina le llevaba a la hora de la cena. La once consistía en un vaso de Cola Cao cuya mitad el niño desparramaba por el desagüe del lavaplatos. A la vuelta del colegio, cuando no estaba ocupado atormentando a los seres vivos de los alrededores, se quedaba viendo las teleseries venezolanas y brasileras donde los buenos siempre ganaban luego de que el villano se saliera con la suya un par de veces.
Un día, su padre ausente llegó de visita, para comprobar si la madre de Juan seguía viviendo en el mismo barrio de siempre. En su lugar encontró un niño con las rodillas negras de tanto buscar insectos en el patio y las manos astilladas por las ramas del nogal. Le dejó un billete de cinco mil pesos sobre la mesa y la promesa de volver el martes próximo, que no cumplió. Juan masticó lentamente el papel arrugado y se tragó la promesa junto con el aroma de su padre, una mezcla de cigarros baratos y aceite de motor, con la esperanza de guardarlo por siempre dentro de sí.
Del colegio ahora regresaba con moretones en los antebrazos y pantorrillas por ser lanzado de un lado a otro por sus compañeros por las extremidades durante el recreo. Él no lloraba ni parpadeaba; sólo se sorbía rápidamente los mocos de su nariz sucia o se los limpiaba con la manga.
Las teleseries le dieron una idea. A las doce de la noche del día siguiente, su abuela no lo encontró cuando llegó a la casa. Fue a poner denuncia en carabineros, quienes le dijeron que tenía que esperar cuarenta y ocho horas para declararlo como perdido. A las ocho de la mañana de ese día miércoles, los compañeros de Juan lo encontraron en el patio del colegio.
Sujeto del cable de la tele, el cuello de Juan se cerró a las once veintidós de la noche anterior. Su cuerpo brillaba a treinta centímetros del suelo gracias a las gotitas del rocío, y un pequeño hilo de saliva colgaba de la boca a la que nunca se le escuchó palabra. Sus puños, cerrados, estaban manchados de tierra. Cuando fue descolgado de la barra de los columpios, de la mano derecha se deslizó el único gusano que se salvó del estómago del niño.
Fue la primera y última manifestación de su orgullo infantil. En su teleserie ganaba el bueno, vengándose al fin de todos los malos y consiguiendo que nunca, nunca más, alguien se balanceara en los columpios.