8 de mayo de 2007

Believe me, Natalie

De pequeña me gustaban las cucarachas.
Las encontraba inteligentes, astutas.
Recuerdo que solía sostenerlas en la palma de la mano y observaba en qué dirección se movían sus antenas, y a la que apuntaran sería a la cual me dirigiría. Siempre tenía cuidado que no se me cayeran, y caminaba mecánicamente con los ojos fijos en el insecto y no en el suelo, pensando que si quizás se me llegase a caer ocurrirían en el mundo cosas terribles.
La verdad es que concretamente nunca llegué a un destino distinto al anterior. Siempre me encontraba chocando contra las paredes de cemento de mi patio, rasguñándome con ellas las rodillas por no fijarme que estaban ahí y seguir adelantando los pies en mi avanzar.
Un día me fué particularmente difícil encontrar cucarachas en el lugar de siempre. Solían esconderse bajo los maceteros de greda que había en una esquina musgosa por el agua de lluvia, pero aquella vez no logré ver ninguna, a pesar de que incluso me atreví a remover el barro en busca de alguna aunque me daba mucho asco hacerlo. Al levantarme, para ampliar mi búsqueda por más rincones del patio, sentí bajo el tacón de mi zapato un pequeño crujido, como cuando desprevenido uno pisa un cereal.
Cúal no sería mi sorpresa al encontrar bajo la suela a uno de aquellos insectos, destrozado y con sus viscosidades amarillas desparramándose en sus costados, ahora desperdigados por el suelo. Y me asombré tanto que no sabía si llorar o vomitar, mis fantasías de lugares indómitos y destinos salvajes materializados y destruidos en el ser muerto bajo mi propio ser.

Está demás decir que nunca más busqué cucarachas en el patio.