7 de agosto de 2011

Consuelo.

Llevábamos poco tiempo de conocernos cuando ya sabíamos, silentes, que éramos la una para la otra. No nos habíamos dicho nada (ese tipo de cosas no se dicen), pero había algo en nuestra manera de tratarnos que delataba el amor y admiración que se nos escapan por los poros. En mi caso, es en forma de retos y garabatos, recriminaciones cariñosas que nunca cruzan la línea hacia la violencia o la seriedad; y ella me halaga constantemente, sea en mi manera de vestir hasta por cómo he dicho algo.
Firmamos un contrato implícito de siempre estar juntas, al relatarnos la vida en trasnoches y más cervezas de las que me gustaría admitir. Nos enamoramos como dos amigas pueden hacerlo: sin ataduras, sin restricciones, y sin ningún tipo de atracción erótica a pesar de sabernos hermosas, la una a la otra. Nos cuidamos como hermanas, nos maltratamos como pareja, nos decimos la verdad que desnuda y duele, sabiendo que el espacio que nos conformamos para nuestro habitar es tan seguro que no podemos destruirlo por descuido, pero que al tiempo es tan frágil que llega a ser hermoso.
Siento que hay distintos tipos de amistad y que ninguno desmerece al otro. Cada uno tiene su valía, su importancia en la vida de quien lo disfruta, y no voy a desmedrar la amistad que tengo con ella al compararla a otra.
Pero tengo imágenes de ella tatuadas en el cerebro, y sé que a través de los años no van a difuminarse con el sol. Los cigarros, los kilos, las lágrimas y el miedo van y vienen, pero estoy segura, confiada, de que mientras tenga a esta amiga en mi vida, la primavera llegará junto con su cumpleaños, para hacerme sonreír.