20 de abril de 2010

Guess what?

Quiero que algo quede claro (y un par de hombres y un grupo quizá mayor de lesbianas lo sabe): las mujeres somos complicadas. A veces ni nosotras nos entendemos.
No, mejor, seré mas precisa. Rebobinemos.
... quiero que quede algo claro (y un par de hombres, un par de lesbianas y un grupo mayor de amistades lo sabe): soy muy complicada. Y la mayoría del tiempo ni yo me entiendo.
Le pondré a usted, querido lector, un ejemplo: imagínese a un tipo de estatura promedio tirando a bajo, coeficiente intelectual más que razonable y una cara más agraciada que no transable. Ahora imagínese a ese pobre sujeto en la mira de cierto animal a quien se encuentra leyendo, que por dos años le juega en un tira y afloja bastante impredecible, y a quien finalmente se sirve en bandeja para desechar dos semanas después por encontrarlo "denso". Eso aquí y en la quebrada del ají es ser CRUEL. Porque ya, no he narrado los pormenores de una situación tal, y tampoco quiero hacerlo (sea ya por no develarlos o por no inventarlos, vaya usted a saber), pero el estar en jugueteo inconsistente es suficiente para enfermar de los nervios al pobre juguetito. Pero bueno, prosigamos.
De ese tipo de decisiones ahora puedo coartarme, pero no es raro que mire las huellas de lo pisado y me pregunte si fui sensata o incluso, justa. Siempre me justifico, pero la verdad, me he descubierto cambiando de parecer tan rápido como algunas cambian de pololo. Y más rápido, incluso. Yo me remito con temor a una canción de cierto cantautor uruguayo que me ha cagado la vida desde que lo conocí, y me asusto por las consecuencias de mis acciones. Pero me convenzo de haber pagado el precio de mis acciones, y sigo viviendo como si nada (porque nada) hubiese pasado en mi perspectiva.
He ahí un ejemplo de aquella porción de mi comportamiento que es errática e impredecible. Y lo que yo quería publicar a los cuatro vientos bajo ciertos códigos de anonimato e información filtrada, es que he caído nuevamente en uno de esos casos de arrepentimiento de los que no sólo me hacen mirar las huellas, sino que me hacen imaginarme golpéandome repetidamente la cabeza contra una pared con toda la frustración propia de aquel gesto.
Porque a veces digo que sí pero tres segundos más tarde me doy cuenta que quería decir que no.
Esta pequeña verborrea, damas y caballeros, se debe a una de estas instancias.
Que sí pero en verdad no (¿cómo no te diste cuenta?), que después me arrepentí y miré hacia arriba. Que te agarro pal weveo pero que quiero agarrarte algo más que eso.
Que, mierda, oh, mierda... no sé qué me pasa pero sé que algo tienes que ver en eso. Que me siento con el valor pero se me va. Que quiero puro pero de ahí no.
Lo bueno es que creo haber encontrado la solución. Lo único que debe suceder es que ahora yo no diga ni haga nada, y que
él, sin preguntarme nada, vaya y se lance a por mí. Y chao los cuestionamientos y viva la vida, que la resaca prefiero guardármela para la mañana siguiente. Que esta vez se diga menos y se haga más, se piense harto, harto menos y se acabó el cuento. Creo, entonces, que él y yo nos debemos un disparate, y creo que en aquel caso ni me preguntaría por el karma.
(Juegue.)

14 de abril de 2010

Made you weak.

Se despertó con la mitad de la cara impresa por una servilleta. Abrió los ojos despacito, el sol de la mañana de enero perforando las ventanas hacia sus párpados. La pieza estaba inundada de luz: el mantel blanco la rebotaba en las copas, cada una en su lugar, tenedores y cuchillos dibujaban en el techo pequeños arcoiris que re repetían en cada plato, cada fuente de plata, y le llegaba con dolorosa claridad a los ojos.
Apoyando los codos en la mesa, miró serena a su alrededor. Cada puesto en el comedor estaba inmaculado, pero unas cuantas moscas comenzaban a revolotear encima de las fuentes, cruzando los rayos del sol y posándose con tranquilidad en la carne, el queso endurecido, las frutillas en crema agria. Pestañeó lento y miro hacia sus brazos cruzados sobre la mesa, su piel y vellos resplandeciendo por esa luz esperanzadora de la mañana. Los zumbidos de las moscas rompían la pureza de escena; eso, y ella misma. El prístino mantel tenía a su lado una mancha grande, morada rojiza, bajo la única copa que fue utilizada la noche pasada. El sabor amargo de su boca le hizo darse cuenta que la única persona bebiendo de aquella copa fue ella.
Ella, con el tinto en la mano, el pelo revuelto de los rulos que se había hecho hace horas, bailando alrededor de la mesa desierta al mix que había preparado hace semanas. La botella, vacía, abandonada en el suelo, se la había casi terminado de tomar antes de caer rendida en uno de los puestos del medio, frente al ventanal y a espaldas de la pared, con la coma desparramándose a su lado. Y ahora, el cerdo con piña pudriéndose frente a sus ojos, un cigarro aplastado en su cabeza dorada, la ensalada arruinada por la ceniza, y ella que no lograba sacudirse la noche de encima. Cerró los ojos y suspiró, su pelo cayéndole en puntitas redondeadas contra su espalda, haciéndole cosquillas al trozo de piel desnuda, entre el cierre abierto de su vestido.
Se vio de zapatos altos, la copa (la primera) en la mano, esperando con un ligero taconeo frente a la puerta mientras caminaba en círculos por el pasillo. El reloj de la entrada la mantuvo calmada la primera hora. A las once se exaltó, a las doce se retiró al comedor, a la una y media ya se había terminado la botella de vino y yacía con la pera sobre el mantel, los brazos cayéndole flojos a sus costados y la mirada perdida en la silla de al frente. Y después la mañana, con su sol inclemente y despejador.
El sol rebotó sus rayos en un cuchillo frente a ella, guiñándole en arcoiris desde de su filo. Ella alargó la mano derecha, tomó el cuchilo y estiró el antebrazo izquierdo por la mesa. Bufó una risa y sintiendo la punta helada del cuchillo contra su muñeca, cerró los ojos y se puso a llorar.
No importa. Iría a trabajar como todos los días, vistiendose para nadie, sonriéndole a todo aquel con quien hablara ese día. Llegaría de su alrmuerzo solitario de nuevo a la oficina, detrás de la pantalla, teclearía incansablemente hasta las seis, tomaría el colectivo, llegaría a su casa y ordenaría la mesa.
Se levantó de la silla apoyándose en la mesa, la cabeza retumbandole un poco los recuerdos del vino. Caminó por el comedor, se agachó para recojer sus zapatos y terminó de bajarse el cierre del vestido con la mano que tenía libre, mientras hacía círculos con el cuello, la cara hacia arriba y sus pies que ya conocían el camino de memoria.
Caminando por el pasillo al baño, cambió el rumbo y entró a la cocina, donde se quedó mirando la puerta del refrigerador. Tomó el lapicito que colgaba al cosatdo y lo alargó hacia el calendario sujeto con imanes a la puerta. Trazó delicadamente el dia anterior, con la palabra "cumpelaños" escrita en él, soltó el lápiz y se fue a duchar.