4 de mayo de 2010

The tip of the iceberg.

Se te cayó el cielo de los ojos, y a mí me empezó a flotar el estómago al tiempo que un escalofrío me recorrió como un dedo la columna. Sentí como alrededor nuestro el tiempo cambiaba y se ponía más lento, para quebrar el aire con la punta de una cuchara y esperar que sonara como un cristal. Miré al suelo, lo recuerdo, y vi como jugabas a pisar las líneas del suelo y a esquivarlas al tiempo siguiente, justo cuando los gritos dentro de la casa aumentaron y nos alejaron más del resto, nos encerraron en una burbuja perfecta e íntima.
Nos imaginé desde lejos, si quizás se vería extraño cómo comenzaban a viajar tus dedos de tu rodilla a la mía y cómo yo no sólo no hacía nada por impedirlo, sino que me deslizaba lentamente en mi silla para hacerte el camino más corto.
Me derrito un poco de nuevo al recordar tus ojos sonriéndome tras una cortina de pelo que desde que te conocí deseo apartarte de la mirada, pero que justo en ese momento me sirvió de escudo para no desplomarme al piso, los músculos hechos agua. Y sé que fue intencional eso de hablarme en un susurro que ni tú mismo fuiste capaz de escuchar, que provocó que me inclinara en una fingida inocencia a escucharte.
Pensé por tres milésimas de segundo que esto iba a ser igual que siempre. Que yo te agarraría la nuca, dejándote indefenso, y te habría plantado uno de esos besos que por lo veloz es mejor olvidar. Que después de despedirnos en la puerta no te iba a contestar ningún mensaje, ningún mail, aplazaría tantas veces las fechas que terminarías aburriéndote de esperar y olvidándote de mí. Pero no.
Tú me tomaste la nuca y me acurrucaste contra tu cuello, respirándome el pelo una vez que yo comenzaba a reírme de lo desprevenida que me pillaste, de cómo me giraste el mundo en ciento ochenta grados al cobijar con tu mano la mía, nuestros dedos entrelazados, y me raptaste de mi esquema.
Me apoyé en tu pecho y sentí tus latidos contra mi oreja, tan erráticos como los míos, y tragándome la noche con los ojos cerrados supe que no iba a poder esperar a salir contigo apenas me lo pidieras, cuatro segundos más tarde.
El tiempo volvió a su curso normal, pero a ninguno de los dos nos importó.