24 de junio de 2009

Y volver a reír.

Tu tempestad y mi calma se me suceden a veces con los días, a veces con los meses. Entremedio me quedo mirando al cielo esperando la lluvia y una llamada perdida tuya en mi celular, en tenerte de nuevo a medio metro con tantos secretos por contar y tan pocas instancias para hacerlo. Que me partas de un costado a otro sin saberlo, como siempre, que me dejes rebotando en tu sonrisa mientras yo, para evitarte, bajo al suelo los ojos ocultándote otro secreto más. Uno que me gustaría lamerte en la oreja.
Poco a poco te siento menos cerca y canto internamente mi victoria. Días, horas después, una vereda, un refrigerador, una marca de alcohol determinada, me recuerdan los más casos a una fantasía, los menos a una vivencia. Y me repito que no es sano, porque de partida no sabes, y porque finalmente nunca podrá ser, pero no puedo evitar pensar en lo suave que podría sentirse tu respiración entre mis dientes.
Volver a soñar sobre tu recuerdo se me hace cada vez más fácil; en cierto modo me he resignado a un fantasma de mi propia fantasía basada en ti acompañándome en tu espera. Y es como si supiera que cualquiera de estas noches cuando coartada por un vuelo, por una nebulosa, podré entrecruzar mis dedos con los tuyos por más rato del que se supone una amiga lo haría. Y que entonces el frío que no sienta me permita acercarte a mi cuerpo, y mi boca contra la tuya me dará los segundos necesarios para saber si ese día, y desde ese día, me librarás de tí.

10 de junio de 2009

Amuleto.

Sucedió en una de esas noches frías de Santiago, con esas ganas que me dan a veces de vomitar por la soledad. Tenía un libro de Bolaño abandonado a mi costado, los pies helados y en los ojos asomándome el cliché de unas lagrimas melancólicas. Ahora, ¿de qué?, no tengo idea; sólo sabía que me sentía sola y que por vivir con mi familia en una casa llena de no fumadores no podía prender un cigarro y ver cómo se disolvía el humo hacia el techo para paladear verdaderamente mi pseudo tristeza.
Y pasó que justo esa noche, tan igual a la otras, menos fría pero más larga que las demás, me decidí por suicidarme. Así no más: estoy aburrida, estoy sola, y hasta las hojas del libro que estoy leyendo pueden trepanarme las muñecas. Sentada en la cama, de fuera me veía como la imagen más pacífica de mi misma, la respiración acompasada, ritmo cardíaco normal, pestañeos que se sucedían con regularidad muy dentro de lo común. Pero por detro estrellaba el libro contra el espejo y me rebanama los muslos hasta que alguna arteria perdida en mi carne dejara su graffiti en las paredes como único grito de existencia, porque, claro, yo me quedaría impertérrita observando aquella sangre que manaría con cada empuje de mi corazón exaltado con la paz que sólo viene del conocimiento y aceptacion de la propia muerte.
Y fue ahí que me decidí, que encontré la cura a todos mis males. No a adornarme la piel con quemaduras de cigarrillos, no a rascarme con el mango de un cepillo de dientes la garganta maltratada, no a esconder la cabeza en una almohada cuando me forzara a llorar a gritos mudos con la cara rojísima y lágrimas secas, no: la cura estaba en la muerte, en el abandono, en mandarse un Larra frente al espejo porque sobre todo, la muerte mía tenía que ser con estilo.
Es desde ahí que me las voy ingeniando todos los días a parir una buena muerte, que deje huella, y mi carta de despedida a este con el que siempre me he tratado con mutua pero cordial indiferencia está cada vez más larga y con más borrones de pasta azul apelotonada. Y es extraño, esto de saberlo ya todo, introducir hasta mi muerte en un esquema inamovible, porque me da una tranquilidad que sólo otros pro-suicidas como yo podrían llegar a comprender. Respiro con más propiedad, ya no me río entre dientes y voy metódicamente entregando trabajos para la universidad y haciendo diagramas de fechas, opiniones y hechos luego de leer con anticipación antes de las pruebas.
La sensación que tengo es la misma que a uno le da cuando ve la fecha de caducidad de su comida favorita cuando está revisando el refrigerador durante los ataques de gula: sabe cuando terminará todo, y la opción de comérsela está en sus manos y mente a decidir. Pero por mucho que no sepa cuándo lo va a hacer, sabe que es ya un hecho consumado, y da el tiempo de aplazarlo justo antes del día en que el alimento se corrompa y empiece a incubar hongos.
Eso es. Yo sé cuando voy a terminarme, conozco mi mes y año, sé perfectamente cuando me venzo. Ahora tengo la certeza de que voy a lanzarme a la crianza de margaritas con la carne aun fresca, pero a punto de resquebrajarse.