14 de mayo de 2007

Es una epidemia, una enfermedad de la que quiero contagiarme.
A mi alrededor todo caen como moscas, yo la única imnune al veneno me quedo parada al medio de la habitación con una mueca estúpida de autosuficiencia en la boca mientras dentro el frío se me revela en espasmos que no se calman con los chalecos, y a pesar de eso tengo la cara hirviendo y el pecho saltando y me duele el frío, me quema, me tiembla, me duele, la garganta se me cierra y el cuerpo me tirita y yo no lo controlo, y otra vez la sonrisa idiota en la cara, pero la de falsa alegría por la euforia ajena, la más simulada de todas, la que más facil nace pero más duele mantener, y las palabras que me rasguñan el estómago por dentro de la envidia que me da pronunciarlas y de como siento que me estoy perdiendo de lo mejor de la vida cuando yo nunca he conocido aquello que me hace falta, y otra vez el frío y la garganta que no se quiere abrir y los gritos sordos y las ganas de vomitar, de salirme de mi piel por los ojos pero no puedo llorar, y el frío, y el frío, y el frío, y el frío en el estómago.
Y nadie quien me salve.
Nadie.

8 de mayo de 2007

Believe me, Natalie

De pequeña me gustaban las cucarachas.
Las encontraba inteligentes, astutas.
Recuerdo que solía sostenerlas en la palma de la mano y observaba en qué dirección se movían sus antenas, y a la que apuntaran sería a la cual me dirigiría. Siempre tenía cuidado que no se me cayeran, y caminaba mecánicamente con los ojos fijos en el insecto y no en el suelo, pensando que si quizás se me llegase a caer ocurrirían en el mundo cosas terribles.
La verdad es que concretamente nunca llegué a un destino distinto al anterior. Siempre me encontraba chocando contra las paredes de cemento de mi patio, rasguñándome con ellas las rodillas por no fijarme que estaban ahí y seguir adelantando los pies en mi avanzar.
Un día me fué particularmente difícil encontrar cucarachas en el lugar de siempre. Solían esconderse bajo los maceteros de greda que había en una esquina musgosa por el agua de lluvia, pero aquella vez no logré ver ninguna, a pesar de que incluso me atreví a remover el barro en busca de alguna aunque me daba mucho asco hacerlo. Al levantarme, para ampliar mi búsqueda por más rincones del patio, sentí bajo el tacón de mi zapato un pequeño crujido, como cuando desprevenido uno pisa un cereal.
Cúal no sería mi sorpresa al encontrar bajo la suela a uno de aquellos insectos, destrozado y con sus viscosidades amarillas desparramándose en sus costados, ahora desperdigados por el suelo. Y me asombré tanto que no sabía si llorar o vomitar, mis fantasías de lugares indómitos y destinos salvajes materializados y destruidos en el ser muerto bajo mi propio ser.

Está demás decir que nunca más busqué cucarachas en el patio.