22 de junio de 2010

She moves in her own way.

Es la época en que las ventanas gotean desde sus marcos sólo cuando se las mira. Las hojas ya no crujen cuando las pisas, así que ahí el cliché se epieza a romper un poco. Además, uno siempre se abriga mucho o muy poco, así que la fantasía del día de sol de invierno con temperatura perfecta bajo una bufanda pero sin guantes nunca se cumple. Y se rompe un poquito más. Ah, y sin compañía, ese guaterito humano perfecto para cucharear mirando al cielo gris tras el vidrio sobre la cama, ese tipo paliducho pero sonriente que tolera salir a caminar con doce grados, lentito, de la mano. Y crack final, se nos rompió la cinta y no hay cantidad de hipocresía que la una.
En verdad, de la película de Julio lo único que está es la lluvia. Y una posando con un codo apoyado en el marco de la ventana mientras la mano sujeta la mejilla, la mirada melancólica perdida a una distancia que demuestre ensoñación pero no introspección. Eso, y el frizz incontrolable, el chaleco que nunca es de lana con pelitos y suave como alfombra recién comprada. El café queda amargo o dulce, y si no quema la punta de la lengua con malévola intensidad entonces está aguachento o helado.
Pero honestamente, es la época en que la gente está de lo más abrazable. Las capas de ropa los convierte en peluches (y dejémoslo ahí no más, porque esa gente se pone suceptible cuando se le mencionan otro tipo de capas que comienzan a recubrirlas en invierno), y están blanditos, calientitos. Siempre y cuando se dejen abrazar. Ahí comienza a resquebrajarse la sonrisa de nuevo, volvimos al punto de la soledad.
Pero, ¿la verdad? No hay porqué estar abrazando con intenciones libidinosas, jalándose casi el pelo del ajeno hasta marerase en su olor que (obviamente, no puede ser de otra forma en la película invernal) se nos va a quedar pegado en la nariz hasta el momento de ir a acostarse queriendo mandarle el doceavo mensaje del día. No hay necesidad de hacerlo.
Porque a mis amigos le gustan mis abrazos también.