26 de junio de 2008

Edwards

No me toleran mucho. Lo más triste de todo es que la gente que se acerca a mí lo hace por interés, por su imagen; algo así como para que los demás digan que por hablar conmigo tiene que ser una persona muy cuerda o muy buena. Algo de ese estilo. Que si son capaces de sostener una conversación conmigo por más de minuto y medio sin que se les note incómodos es porque son terriblemente empáticos, porque saben como comunicarse hasta con los más desvalidos, los más cagados de la cabeza, como yo.
Pero esas conversaciones triviales y siempre comentadas no duran mucho. Ya sea porque pierden el interés luego de un rato o se sienten perturbados, la mayoría de las veces se contentan con palmearame en la espalda deseandome una mejora en mi día o una mirada de lástima, de conocer más el mundo, de haber sido capaces de llegar a la adultez bien parados, de conmiseración. Y aunque me dan asco no les digo nada y los dejo esparcir mi fama, que cuenten lo sombrío que soy, lo increible que es que aun siga vivo con lo negro que lo veo todo. Que no son capaces de comprenderme, pero que igual soy "buena onda". Eso, y una mierda.
Por dentro quizás se alegran de no ser yo. Se contentan por ser capaces de disfrutar de una pizza entre amigos, de concentrarse para estudiar, que no comprenden cómo alguien puede ser tan inteligente pero estar tan atormentado, y se alegran del futuro orden de sus vidas, de las promesas de futuros éxitos, de vidas con pocos sobresaltos y anécdotas de cóctel.
Y yo voy a ser una de esas anécdotas: el loco que estudiaba con ellos en su "oh tan buena universidad" pero que claramente tenía trastornos de personalidad o psicológicos, que teía temas no resueltos con mis padres, un guevón desplazado que no conversaba con nadie. Obvio, después de su introducción exagerada de detalles sobre lo sombría de mi persona, procederían a narrar como hazaña épica esa tarde en que, apiadándose del leproso, le tendieron una mano y bajaron su magna mirada ante sus ojos suplicantes, y le preguntaron cual cura confesor "y a tí, hijo mío ¿qué te aproblema?" De cómo asinitieron ante mis cavilaciones, mientras se daban cuenta que las miradas se giraban hacia ellos y los murmullos comenzaban, cómo sonreían sutilmente para hacerse los que escuchaban pero realmente guardaban mis comentarios más extraños, para reproducirlos una y mil veces despues con la presición de un reloj suizo.
Y mientras ellos tras sus camarones y copas de champaña de segunda clase brinden en mi memoria con su sonrisita hipócria, yo, años antes, estaré lamentándome de sus patéticas y poco emocionantes situaciones, agradeciéndole a los cortes en mis muslos y mis brazos, las imágenes grotescas en mi cabeza y las uñas en las costillas, pensando que si bien soy más anecdótico de lo que quiero asumir, al menos puedo decir que yo viví realmente, que yo he visto el lado oscuro y que camino todos los días por aquellas calles en las que ellos ni sueñan en pisar. Y que yo me saqué el velo de los ojos y estoy ya tan acostumbrado a mi realidad que soy capaz de expresarla en tono monocorde y como si me importara poco más que una mosca, cuando por dentro me regodeo de su asco e interés ambiguos que mi persona les provoca.
Si al fin y al cabo no quiero que me dejen solo. Hasta yo me doy cuenta que lo que quiero es llamar la atención. Pero me justifico de interesante y verdadero conocedor de la vida, acato mi manera de pensar como verdadera, cruda, sin disfraces, en vez de considerar que verdaderamte puedo estar enfermo. Me siento lúcido por unos instantes y pienso en dejar de llamar la atención de esta manera, pero la verdad es que no quiero.
Si lo que verdaderamente le gusta a la gente común es el morbo. Las costras, el pus, las heridas ajenas. El dolor ajeno. Y yo se los doy.
Una relación emisor-receptor perfecta, actual. Bien acorde a los tiempos.

16 de junio de 2008

Sunburn

Como cuando para hipnotizarte te piden que pienses en aquel momento en que fuiste más feliz y hubieses deseado morir para llevarte contigo ese recuerdo perfecto, yo siempre escojo el mismo momento una y otra vez.
Es una pieza, pero el entorno no es el que importa.
Es una cama. Una tarde de primavera, con la ventana abierta hacia el atardecer cálido de los primeros días de Octubre y que contra mi espalda hacían llegar los rayos del sol. Pero la verdad es que de esto yo no veía nada porque tenía ante mis ojos mi propia sombra proyectada en la piel suave de un cuello en aquel entonces amado, mientras por la nariz me dejaba drogar por su olor y sólo entreabría los labios para no darle un beso. Me hacía la dormida, me acuerdo, y creo haber cerrado los ojos para dejar que sólo la luz entrara por los párpados, y me sentía el corazón palpitar en las orejas.Por todas partes me llegaba algo, y todavía soy capaz de sentir mi pierna izquierda entre otro par, mi brazo bajo su cintura y el otro sobre su pecho, todo inmóvil porque todo calzaba perfecto. No soy capaz de describir mis latidos irregulares, que creo se saltaba bombeos por la pura felicidad. Podría haber muerto. Ojalá hubiese muerto.En ése momento no tenía idea de traiciones, de esconderle cosas a mis papás, de preguntarme una y otra vez lo que estaba haciendo, si estaba bien sólo porque así se sentía. Me acuerdo que omitiamos el hecho que por uno de los lados había un compromiso, y que eso hacía de nuestro abrazo algo aun más especial.Porque nadie podía saberlo, o nos odiarían apenas supieran.
Y ahí termina. Cuando escuchamos a su mamá subir la escalera, y tuvimos que desprendernos del segundo útero con tanto dolor como la primera vez. Yo me senté en la cama con aire indifernte, mientras su madre tocaba la puerta de la pieza y nos preguntaba cómo estábamos.
De ahí no sé que pasó. No me acuerdo qué hicimos después, pero de lo que estoy segura es que ni siquiera intentamos abrazarnos nuevamente. No sería lo mismo y tampoco deseabamos tratar, porque ya lo sabíamos; se había terminado.Pero aun tengo su olor dulce en la nariz, el que a pesar de los años sigo reconociendo como su perfume cuando alguien se cruza por la calle. Tengo el sol tatuado en la espalda y las piernas siempre tibias entre las suyas, y la certeza que tengo para coleccionar uno de los momentos más hermosos de mi vida que sólo el olvido involuntario me puede arrebatar.