26 de mayo de 2010

He's got looks that books take pages to tell.

Para tí, Vale. Por la micro conversación de hoy, que catapultó este mínimo texto.
Por leerme siempre, por estar ahí, y por ser.
Te quiero, a tí, y a tus ovejas.
***

Manzana harinosa, eso eres.

No voy a recurrir al cliché de la podrida, porque no aplica: a ésas se le nota de lejos lo amargo, lo machucado, el gusano que les viaja por dentro y les pudrió las carnes. Una aprende de vista a alejarse de tales manzanitas que ni sonriendo se les disimula la mancha café y sucia que es su mente, y basta que cuando chica me hayan dicho que ésas no se comen y punto.
No, para nada, tu eres esa manzana que promete, brillando verdecita, tentándome a que te masque hasta hacerme sangrar las encías del entusiasmo casi cinematográfico de probarte. Ese tipo de manzanas engaña hasta al veterano agricultor, porque ni presionándolas con los dedos se evidencia la blandura decepcionante y el sabor venido a menos. No tenía cómo conocer tu naturaleza, aunque igual no dejo de culparme por el hambre ávido que me provocaste.
Es que te veías resplandeciente, frente a mí, mi primera y deliciosa manzana, que debe haber sido tan rica de masticar con todos los dientes posibles. Si hasta ganas de inventarme muelas observándote. Quizás fue la espera o quizás nunca lo supe, pero tantos años de querer comerte me pasaron la cuenta y llegado el momento de acercarte ávida a mis labios, sorpresa, sorpresa: puaj.
Blanda y fome, no tenías ningún jugo ácido que contrastara con la dulzura que se le adivina a la manzana que a una le entran ganas de comer. Lo bueno es que fui prudente y que me bastó con morder un poco tu cáscara
para levantarla y lamer tu carne blanca para descubrir el engaño en que me tenías. Te sigues viendo increíble y de naturaleza tentadora, pero igual, tu textura no me la quitas de la boca con tu perfecta anatomía frutal.
Es que no hay nada más triste que manzana harinosa, y lo peor es que a ella no sólo no le afecta su calidad, sino que es capaz hasta de jactarse de la arenosidad seca bajo su cáscara, y se siente la burla malévola por su secreto descubierto al primer mordisco. La pena es propia, mía, que te tildé de delicia pero que en verdad no valía la pena ni recogerte del cajón lleno de manzanas mejores. Es también la de mi amigas, que te tildan de imbécil, y también de las otras pobres bocas que han tenido el desagrado de comerte.
Pero aun así, no puedo evitar pensar que a pesar de desabrida, es mejor tenerte para devorarte que envidiarte junto la ilusa que te mastica todavía.

4 de mayo de 2010

The tip of the iceberg.

Se te cayó el cielo de los ojos, y a mí me empezó a flotar el estómago al tiempo que un escalofrío me recorrió como un dedo la columna. Sentí como alrededor nuestro el tiempo cambiaba y se ponía más lento, para quebrar el aire con la punta de una cuchara y esperar que sonara como un cristal. Miré al suelo, lo recuerdo, y vi como jugabas a pisar las líneas del suelo y a esquivarlas al tiempo siguiente, justo cuando los gritos dentro de la casa aumentaron y nos alejaron más del resto, nos encerraron en una burbuja perfecta e íntima.
Nos imaginé desde lejos, si quizás se vería extraño cómo comenzaban a viajar tus dedos de tu rodilla a la mía y cómo yo no sólo no hacía nada por impedirlo, sino que me deslizaba lentamente en mi silla para hacerte el camino más corto.
Me derrito un poco de nuevo al recordar tus ojos sonriéndome tras una cortina de pelo que desde que te conocí deseo apartarte de la mirada, pero que justo en ese momento me sirvió de escudo para no desplomarme al piso, los músculos hechos agua. Y sé que fue intencional eso de hablarme en un susurro que ni tú mismo fuiste capaz de escuchar, que provocó que me inclinara en una fingida inocencia a escucharte.
Pensé por tres milésimas de segundo que esto iba a ser igual que siempre. Que yo te agarraría la nuca, dejándote indefenso, y te habría plantado uno de esos besos que por lo veloz es mejor olvidar. Que después de despedirnos en la puerta no te iba a contestar ningún mensaje, ningún mail, aplazaría tantas veces las fechas que terminarías aburriéndote de esperar y olvidándote de mí. Pero no.
Tú me tomaste la nuca y me acurrucaste contra tu cuello, respirándome el pelo una vez que yo comenzaba a reírme de lo desprevenida que me pillaste, de cómo me giraste el mundo en ciento ochenta grados al cobijar con tu mano la mía, nuestros dedos entrelazados, y me raptaste de mi esquema.
Me apoyé en tu pecho y sentí tus latidos contra mi oreja, tan erráticos como los míos, y tragándome la noche con los ojos cerrados supe que no iba a poder esperar a salir contigo apenas me lo pidieras, cuatro segundos más tarde.
El tiempo volvió a su curso normal, pero a ninguno de los dos nos importó.