23 de septiembre de 2010

I only apologized to you to make you feel better.

Se despierta con las manos cruzadas sobre el pecho, los hombros congelados, la espalda hecha trizas.
El sol se vislumbra entre el polvo que nunca se asienta porque ella camina todo el día, y los pequeños destellos de oro que caen diagonalmente desde la ventana le hacen compañía mientras ahonda un surco, imaginario, entre cada vértice de su pieza. De la cabecera al pie derecho de la cama, de ahí al izquierdo, desde éste a la esquina izquierda, cruza la pared frente a la puerta a la otra esquina, evita los muebles, llega a la otra pared, la cruza, llega hasta su cama, y repite.
Y la respiración que le sale entre alfileres de los pulmones. Se sujeta el esternón con una mano mientras con la otra se agarra el costado con su dolor punzante del cansancio, pero aun así no se detiene y los pasos se le suceden con maníaco ritmo, uno detrás de otro.
La interrumpen con el almuerzo. Se sienta con las piernas cruzadas en el centro de la pieza, nunca en el escritorio, sobre la silla, no. Observa la bandeja un par de segundos y analiza el orden rutinario de los componentes. Nada trae su valor nutricional, pero ella ve los números explotando desde cada plato: doscientas treinta y cinco, más dos diez, el postre unas ciento cincuenta y el agua nunca sale invicta porque sospecha que le echan algo, así que mínimo cien. Y tiene que tragársela porque llega el almuerzo con las pastillas y ella tiene que abrir la boca, levantar la lengua, con los dedos como gancho abrirse las mejillas y dejar que violen con la mirada su boca.
Poco y nada. Y una hora después se llevan la bandeja y ella camina con el estómago rugiéndole por culpa del agua que le rompe el equilibrio, pero se detiene en una esquina para dejar asentarse al polvo bajo el sol. Escarba la pintura con las uñas, contándole secretos a la pared, cuentos para niños e historias de los insectos qe se le metían bajo la piel y que ella sacaba como fuera, a cuchillazos, con los dientes.
Se sube entonces la bata y le muestra los caminos de la soledad tatuados en sus piernas con recta crueldad, su incomprensión cicatrizada en líneas que se escribieron unas encimas de otras, cada vez menos vacilantes en su ruta y final alteración en su piel. Se pasa los dedos entre los muslos, abre las piernas, cierra el puño y se golpea, para mantener morados los círculos, ahora que no tiene ni uñas, ni papel, y los dientes se le pudrieron.
Después descansa con la mirada en el techo, la cabeza encajándosele en la esquina, y se imagina un día de verano a contraluz.