10 de junio de 2009

Amuleto.

Sucedió en una de esas noches frías de Santiago, con esas ganas que me dan a veces de vomitar por la soledad. Tenía un libro de Bolaño abandonado a mi costado, los pies helados y en los ojos asomándome el cliché de unas lagrimas melancólicas. Ahora, ¿de qué?, no tengo idea; sólo sabía que me sentía sola y que por vivir con mi familia en una casa llena de no fumadores no podía prender un cigarro y ver cómo se disolvía el humo hacia el techo para paladear verdaderamente mi pseudo tristeza.
Y pasó que justo esa noche, tan igual a la otras, menos fría pero más larga que las demás, me decidí por suicidarme. Así no más: estoy aburrida, estoy sola, y hasta las hojas del libro que estoy leyendo pueden trepanarme las muñecas. Sentada en la cama, de fuera me veía como la imagen más pacífica de mi misma, la respiración acompasada, ritmo cardíaco normal, pestañeos que se sucedían con regularidad muy dentro de lo común. Pero por detro estrellaba el libro contra el espejo y me rebanama los muslos hasta que alguna arteria perdida en mi carne dejara su graffiti en las paredes como único grito de existencia, porque, claro, yo me quedaría impertérrita observando aquella sangre que manaría con cada empuje de mi corazón exaltado con la paz que sólo viene del conocimiento y aceptacion de la propia muerte.
Y fue ahí que me decidí, que encontré la cura a todos mis males. No a adornarme la piel con quemaduras de cigarrillos, no a rascarme con el mango de un cepillo de dientes la garganta maltratada, no a esconder la cabeza en una almohada cuando me forzara a llorar a gritos mudos con la cara rojísima y lágrimas secas, no: la cura estaba en la muerte, en el abandono, en mandarse un Larra frente al espejo porque sobre todo, la muerte mía tenía que ser con estilo.
Es desde ahí que me las voy ingeniando todos los días a parir una buena muerte, que deje huella, y mi carta de despedida a este con el que siempre me he tratado con mutua pero cordial indiferencia está cada vez más larga y con más borrones de pasta azul apelotonada. Y es extraño, esto de saberlo ya todo, introducir hasta mi muerte en un esquema inamovible, porque me da una tranquilidad que sólo otros pro-suicidas como yo podrían llegar a comprender. Respiro con más propiedad, ya no me río entre dientes y voy metódicamente entregando trabajos para la universidad y haciendo diagramas de fechas, opiniones y hechos luego de leer con anticipación antes de las pruebas.
La sensación que tengo es la misma que a uno le da cuando ve la fecha de caducidad de su comida favorita cuando está revisando el refrigerador durante los ataques de gula: sabe cuando terminará todo, y la opción de comérsela está en sus manos y mente a decidir. Pero por mucho que no sepa cuándo lo va a hacer, sabe que es ya un hecho consumado, y da el tiempo de aplazarlo justo antes del día en que el alimento se corrompa y empiece a incubar hongos.
Eso es. Yo sé cuando voy a terminarme, conozco mi mes y año, sé perfectamente cuando me venzo. Ahora tengo la certeza de que voy a lanzarme a la crianza de margaritas con la carne aun fresca, pero a punto de resquebrajarse.

2 comentarios:

Jesusísima dijo...

me gustó, en especial algunas partes, y me alegra que actualices =)
Todo sobre mi madre lleva días en mi mochila!

Bartok dijo...

Recuerdo una historia, recientemente leída, sobre una chica que se decidió a organizar, no su muerte, sino su propia vida: iría a un baile, conocería a un chico, se gustarían y seguiría un romance más o menos tradicional hasta acabar viviendo en pareja; tendría hijos, que llevarían los nombres ya pensados desde ese mismo día para ellos, y harían la carrera que su futura madre estaba pensando en aquellos momentos. Programó el resto de su vida en común, hasta la prematura muerte de su pareja, dispuso incluso aquella aventura jamás innombrada, decidió sus últimos años con esas amigas de siempre que aún no conocía, y resolvió una muerte cómoda y digna en una fecha futura ya asignada en la única, pero no exclusiva coincidencia con tu relato.

Y, con todo ello decidido, se vistió para ir al baile...

Con cariño (pese al tiempo),
Miguel.