24 de enero de 2012

Más y más

- ¿Te estás comiendo los cueros de nuevo?
- Córtala, mamá.
Liberó su mano de las suyas, donde un pulgar enrollado en un parche curita le había llamado la atención a los dedos de su madre.
- ¿Estás bien?
Tomó aire, como cada vez que alguien se envalentona para mentir, haciendo tan evidente el engaño que finalmente se termina confesando todo lo contrario. Pensó soltar ese suspiro que volvía una y otra vez, pesadamente, y responderle de manera cínica, pero algo le dijo que no lo hiciera. Exhaló bajo y dijo:
- No. No, no estoy bien.
Se quedó mirando la taza frente a ella y sin saber cómo, se decidió a hablar. Nimiedades sin sentido, en su perspectiva, pero que de alguna manera en su acumulación le pesaban más que cualquier problema irresoluble. De alguna manera supo que ella la entendería, que, sin mirarla, comprendería su vergüenza, percibiría el tono patético con el que imprimiría cada una de sus palabras.
Si. Patético.

Las mañanas eran lo peor. Partir el día con el borboteo del hervidor malo, que se las arreglaba para rebotar escandalosamente cada vez que las burbujas en su interior ardían. Lo que le cargaba era cómo, simplemente hace unas semanas, ese sonido parecía despertarla, anticipando el sabor de un café medio quemado por el apuro en su camino al metro, un sonido que recordaba los segundos de intimidad placentera que los saltitos del hervidor parecían impregnarle a la mañana. Saberse tan feliz con algo tan cotidiano en su pasado llegaba a asquearla. Era casi como una toma de película en la que podía verse doble: ella en el pasado, completamente vestida y arreglada, sonriendo como maníaca mientras daba vueltas por la cocina, con su banda sonora personal consistente en el agua que saltaba alegremente dentro del jarrón; y ella ahora, observándose cínica, con ganas de romper el velo del tiempo y zarandear a la pobre estúpida que no se daba cuenta que se estaba dejando llevar de nuevo.
Sí, se había estado comiendo los cueritos de los dedos de nuevo. Le molestaba pasarse el índice sobre el pulgar y sentir esas durezas secas, y no podía evitar el tironearlas como fuera, dedos, dientes, hasta quedar sangrando, hasta que le dolía. Cuando se quedaba parada en la esquina de la cocina mirando el hervidor, su mano escapaba de la prisión del brazo opuesto y aterrizaba, pulgar primero, en la boca, y sufría una terrible tortura mientras ella, con la mirada fija en el hervidor que cada vez estaba más caliente, lo mordía.
Sus manos estaban hechas un asco. Eso era lo número uno. Sus manos.
Ella, que siempre se vanaglorió de sus dedos largos, sus uñas perfectas y siempre pintadas. La que ahora sólo se molestaba en cortarlas desprolijamente y tirarles una capa rápida de calcio para que no se le quebraran, la misma que antes no salía de la casa sin crema de manos en su cartera. Ella, de manos secas, aferrando un mug de té caliente, las llaves colgando de un dedo y su pelo alborotado que le revoloteaba los lados de la cara cuando bajaba corriendo las escaleras, atrasada de nuevo.
Esa era otra cosa. Malditas mañanas, siempre la sorprendían al tercer timbrazo de la alarma más dormida que despierta. Estaba durmiendo pésimo, y cada día le costaba más despegarse de la misma cama que por las noches parecía repelerla. Y ella luchaba, dando vueltas hasta las tres de la mañana, pateando las frazadas porque se ponía a transpirar, levantándose a cada rato a buscar un plumón porque el frío le hacía doler las rodillas. Amanecía con el pelo pegado a la nuca, los hombros congelados, y el olor de su propia saliva en la cara y en su almohada. La pesadez de sus propios párpados le recordaba la ducha, el desayuno, la corrida, el metro, la oficina. La rutina. Y entonces su cama se aferraba a ella con garras y dientes, tratando de convencerla de lo fútil de su lucha contra la vida y que siempre sería mejor seguir durmiendo, sin saber nada. Justo cuando comenzaba a dejarse tentar, la cuarta alarma explotaba a un costado y ella maldecía en voz alta por la media hora de retraso que acababa de echarse encima. Partía entonces al baño arrastrando los pies, y nuevamente se veía hace un par de meses saltando a abrir el grifo después de haberse despertado dos minutos antes que el reloj y apagara la alarma del celular como diciéndole “te gané de nuevo, tontito!”. Y la risita tonta de alegría.
Descubrir que de nuevo las hormigas habían invadido su cepillo de dientes la recibía como cachetada. Su cepillo la carroña y las hormigas los buitres. Lo sacudía con más hastío que asco bajo el chorro de la ducha, y pensaba su boca como el nicho oscuro e indeseable en el cual esconder esas cerdas recorridas por montones de patitas cafés. “Putas”, se decía, cediendo la lucha de antemano, porque había que estar loca para llenar su departamento de insecticida si sabía que lo más probable es que las muy malditas vivieran entre las paredes, y que por cada agujero tapado en polvos blancos dos más surgirían como si nada, entre el pegamento de las baldosas y por detrás de la taza del wáter. Invitadas por la curiosidad y la costumbre arrebatada, rondaban por los rincones esperando una miga y conformándose con un cepillo, a la espera de esa salvación que ya no llegaría. Esperándolo a él.
Él, con sus panes dulces, los sobres de mermelada que dejaba desparramados por la cocina cuando llegaba de sorpresa a tomar once (“una light para ti y una normal para mí”), el guacamole de cuando veían películas. Él y todos esos malditos olores de cuando, atacado por la inspiración, atacaba las pocas sartenes y cubiertos que tenía e inventaba una receta que siempre quedaba a medio comer sobre la mesa, mientras ellos se enredaban bajo el mantel y olvidaban levantar los platos una vez en la cama.
Y ahora, que los olores invadían otra cocina, el guacamole quedaba olvidado sobre un sillón ajeno, y la película se proyectaba sobre él y sobre otra.
Ella se rindió antes que las hormigas. Se fue olvidando de meter la crema en la cartera y le complicaba pintarse las uñas porque el esmalte se le saltaba a los dos días. Ya no dejaba comida afuera porque ni se acordaba de comprar algo que exigiera preparación: mientras más plástico fuera y dentro del envase congelado, mejor. Su cocina no olía bien hace semanas y parecía como si su departamento entero hubiera sufrido las consecuencias de ello, ahora que la tele la prendía para tener bulla de fondo y a veces perdía los ojos en las lentejuelas de algún programa de baile.
Sentía el latido de las hormigas que se deslizaban silenciosamente por las paredes, como buscando un nuevo lugar por conquistar, sin entender qué había pasado con aquél perfecto escenario comestible que ahora brillaba por su ausencia. Entonces ahora migraban a otros lados de su departamento, preguntando porqué, que dónde estaba, que cuándo volvía, que porqué se había ido. No comprendían como alguien se había envalentonado para arrebatarles el ecosistema perfecto que, una vez hallado, es difícil de abandonar.
Y ella, que no le quedaba otra que quedarse mirando el hervidor iluminado por los tubos fríos de la cocina, el único resabio que no podía dejar ir. Se dejaba atormentar por los acordes finales de la ebullición, esperando, como antes, para servir un té, imaginando lo desconcertados que debían estar esos malditos insectos de escuchar el hervidor sin que ahora significara el anticipo de una once pantagruélica que dejara sus huellas sobre la mesa. Sólo el hervidor, torturándolas, mintiéndoles acerca de lo que podría haber sido pero que ya no sería nunca más.

- Tengo el departamento lleno de hormigas, mamá.
Y se echó a llorar.


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