Primero el susto en aumento y después el alivio, y su brazo sobre mi cara estirándose por los cigarros cuyas volutas de humo se irán extinguiendo hacia el techo mientras se apacigua el candor entre mis piernas.
Siento las arrugas de la sábana imprimiéndose en mi espalda y trato de recordar cada pliegue de su piel que hasta ahora nunca ha fallado en dejarme la mía tibia y dulce. Volteo para mirarlo y unos cuantos mechones de pelo adheridos a mi cuello por el sudor se ponen tirantes, mientras otros, desparramados por la almohada, van formando elevaciones como olas oscuras opuestas al blanco de las fundas. Sin poder evitarlo alzo la mano y destruyo con el índice el anillo formado recién por su boca redondeada, y lo despierto de su ensoñación cuando el humo gris se deshilacha como una u en el ahora tibio aire de la noche de invierno con las ventanas cerradas.
Me mira y me desarma con una sonrisa que creo conocer tanto pero que nunca he sabido predecir. Apoyo la mano destructora de sus emanaciones sobre su vientre y estiro la boca pidiéndole una fumada. Él acerca el cigarro contenido entre sus dedos y lo deja quieto entre mis labios mientras chupo suavemente. En los segundos que inhalo lentamente él se me acerca y deja su boca entreabierta frente a la mía, para que le sople el humo de mis pulmones hasta los suyos, para darnos luego unos de esos besos suaves que se regalaban con tanto celo en la primera adolescencia, presionando apenas los labios.
Sonríe de nuevo, blanco contra blanco, su piel intermediaria entre el género y sus dientes, y trato de mantenerme lo más quieta posible con mi mano en su cintura. Afuera se escucha el viento y el golpeteo de las hojas con las primeras gotas de lluvia que me servirán de pretexto para tenerlo conmigo toda la noche, hasta el café de la mañana. Sus ojos me perforan como adivinándome el pensamiento, y acomodando una pierna sobre las mías da una nueva fumada y apunta sus círculos de humo hacia la punta de mi nariz, para que yo no tenga que moverme para alterarlos.
No puedo evitar una sonrisa y cerrar los ojos, concentrándome en los puntos de calor que se van extendiendo en mi cuerpo por el contacto con el suyo. Trato de envolverme en la tibieza de sus dedos acariciéandome la nuca y liberando mi pelo de su tirantez por la presión de mi cabeza, extendiéndolos sobre la almohada y pasando sus dedos por él, una, dos, mil veces. Aprieto la carne de su cintura y me cobijo bajo su hombro con un gesto inconciente que debe de haberle parecido algo coqueto, por la forma en que me mira.
Se estira de nuevo, pero ahora para apagar el cigarro en el cenicero del velador. Tratando de separarse lo menos de mi piel alarga el brazo y toma la ropa de cama, dejando algunas frazadas enrolladas a nuestros pies para que en plena noche no despertemos por el calor. Me tapa suavemente, mirando cada lugar donde la sábana toca mi piel mientras la acomoda encima mío, y yo miro sus pestañas y ojos viajar por mi cuerpo como si lo viera por primera vez. Finalmente quedamos frente a frente, nos damos el beso de buenas noches, más calmado y suave que todos los anteriores para no sacarnos mutuamente del agradable sopor en que nos encontramos, y nuestras pestañas se cierran una sobre la otra, entremezclándose hasta el amanecer.
Siento las arrugas de la sábana imprimiéndose en mi espalda y trato de recordar cada pliegue de su piel que hasta ahora nunca ha fallado en dejarme la mía tibia y dulce. Volteo para mirarlo y unos cuantos mechones de pelo adheridos a mi cuello por el sudor se ponen tirantes, mientras otros, desparramados por la almohada, van formando elevaciones como olas oscuras opuestas al blanco de las fundas. Sin poder evitarlo alzo la mano y destruyo con el índice el anillo formado recién por su boca redondeada, y lo despierto de su ensoñación cuando el humo gris se deshilacha como una u en el ahora tibio aire de la noche de invierno con las ventanas cerradas.
Me mira y me desarma con una sonrisa que creo conocer tanto pero que nunca he sabido predecir. Apoyo la mano destructora de sus emanaciones sobre su vientre y estiro la boca pidiéndole una fumada. Él acerca el cigarro contenido entre sus dedos y lo deja quieto entre mis labios mientras chupo suavemente. En los segundos que inhalo lentamente él se me acerca y deja su boca entreabierta frente a la mía, para que le sople el humo de mis pulmones hasta los suyos, para darnos luego unos de esos besos suaves que se regalaban con tanto celo en la primera adolescencia, presionando apenas los labios.
Sonríe de nuevo, blanco contra blanco, su piel intermediaria entre el género y sus dientes, y trato de mantenerme lo más quieta posible con mi mano en su cintura. Afuera se escucha el viento y el golpeteo de las hojas con las primeras gotas de lluvia que me servirán de pretexto para tenerlo conmigo toda la noche, hasta el café de la mañana. Sus ojos me perforan como adivinándome el pensamiento, y acomodando una pierna sobre las mías da una nueva fumada y apunta sus círculos de humo hacia la punta de mi nariz, para que yo no tenga que moverme para alterarlos.
No puedo evitar una sonrisa y cerrar los ojos, concentrándome en los puntos de calor que se van extendiendo en mi cuerpo por el contacto con el suyo. Trato de envolverme en la tibieza de sus dedos acariciéandome la nuca y liberando mi pelo de su tirantez por la presión de mi cabeza, extendiéndolos sobre la almohada y pasando sus dedos por él, una, dos, mil veces. Aprieto la carne de su cintura y me cobijo bajo su hombro con un gesto inconciente que debe de haberle parecido algo coqueto, por la forma en que me mira.
Se estira de nuevo, pero ahora para apagar el cigarro en el cenicero del velador. Tratando de separarse lo menos de mi piel alarga el brazo y toma la ropa de cama, dejando algunas frazadas enrolladas a nuestros pies para que en plena noche no despertemos por el calor. Me tapa suavemente, mirando cada lugar donde la sábana toca mi piel mientras la acomoda encima mío, y yo miro sus pestañas y ojos viajar por mi cuerpo como si lo viera por primera vez. Finalmente quedamos frente a frente, nos damos el beso de buenas noches, más calmado y suave que todos los anteriores para no sacarnos mutuamente del agradable sopor en que nos encontramos, y nuestras pestañas se cierran una sobre la otra, entremezclándose hasta el amanecer.