13 de noviembre de 2008

Cartografía.

Me ha pasado que mirándome a las puertas del metro no me he reconocido. Pero no con esos espasmos de desconocimiento, como de mirarse y encontrarse más avejentada o más guapa, no, hablo de verdaderamente desconocerse. Haberme acostumbado tanto a mi propio reflejo que me llama la atención la manera en que se inclina mi nariz, los párpados, el ángulo de las pestañas y la sombra de mis pómulos. Y después de un rato me miro y me pierdo en mí, me comienzo a desesperar al ver que esa imagen del reflejo corresponde a un referente verdadero, y que aquél referente obedece al aspecto físico que se refleja y se desdibuja para mí, y no puedo creer, por unos instantes, que yo sea yo; que la gente, al hablar conmigo, haya visto esa cara, esos labios dibujándose en palabras, y no les haya llamado la atención que esa persona con quien conversaban estuviese encerrada en aquél cuerpo.
Son esos momentos en que creo vislumbrar los inicios de mi locura, y para evitarla momentáneamente, aparto la vista de mis ojos por un segundo, y la vuelvo a centrar luego en mí, para agradecerle a lo que sea que lo decidió, el haberme dado esta cara y este cuerpo, que tan bien han sabido aguantarme dentro de sí.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Me has recordado a cualquiera de los mejores textos de Cortázar...

Con cariño,
Bartok.

Conti dijo...

bello

Cabrera dijo...

Este relato es excelente. Tiene lo que me gusta de la literatura, la mezcla entre lo conocido y lo novedoso escrito bellamente.
Felicitaciones